Año Cero

México: nadie se quiso enterar

Vivimos rodeados de violencia. Es como si el día a día fuera una representación de una obra de ficción, cine o espectáculo.

Siempre me ha llamado la atención que cuando ocurre un accidente, un atentado o una ejecución, lo primero que suelen salir despedidos son los zapatos. Generalmente, ver salir volando por los aires un zapato es la antesala de la tragedia y símbolo de la fragilidad humana.

Cada vez que he visitado el Museo Yad Vashem en Jerusalén, inevitablemente me detengo unos momentos en la entrada, frente al imponente cono que exhibe fotografías y testimonios de las víctimas del Holocausto. Resulta imposible registrar plenamente en la conciencia humana casi seis millones de vidas perdidas, como se documentó durante la Conferencia de Wannsee en 1942, donde Adolf Eichmann y altos mandos nazis planearon lo que denominaron fríamente como la “solución final”: el exterminio sistemático de judíos en Europa.

Sin embargo, lo que más me conmueve de ese museo es la larga pila de zapatos rotos, traídos desde campos de exterminio como Treblinka, Auschwitz y Sobibor. Esos zapatos son más que objetos: son el recuerdo de los últimos pasos que dieron sus dueños; la prueba tangible del horror sufrido; son un recordatorio crudo de la vulnerabilidad humana ante la barbarie. Los zapatos simbolizan la pérdida absoluta y el constante recordatorio de que cualquiera de nosotros, en cualquier momento, podría ser despojado y perderlo todo.

Desde hace años en México comenzamos a ver escenas macabras: cabezas humanas exhibidas públicamente en Michoacán durante fiestas populares, cuerpos desmembrados abandonados en calles y puentes o ejecuciones difundidas en redes sociales con una frialdad espantosa. Esta brutalidad ha erosionado poco a poco nuestra capacidad de horrorizarnos. Y es que, poco a poco, pareciera que nos hemos habituado a convivir con la muerte.

Vivimos rodeados de violencia. Es como si el día a día fuera una representación de una obra de ficción, cine o espectáculo, olvidando que detrás de cada víctima hay una historia, familias destrozadas, sueños rotos y comunidades fragmentadas.

Resulta crucial rescatar y reconocer la reacción social y moral ante el reciente descubrimiento de fosas clandestinas y campos de exterminio en zonas cercanas a Guadalajara, Jalisco. La fosa descubierta recientemente en el fraccionamiento ‘Jardines de Santa Anita’ es una de las tantas que se han venido descubriendo en los últimos años. Este hallazgo es grave, pero aún más alarmante resulta que durante tanto tiempo ninguna autoridad civil, militar, policial o política haya sido capaz o haya querido descubrirlo antes. ¿Cómo una atrocidad así pudo permanecer inadvertida cerca de la tercera ciudad más grande del país? ¿En qué momento nos volvimos tan indiferentes ante el horror?

La indiferencia es nuestra peor enfermedad social, mucho peor que el miedo o el dolor. Esta apatía nos impide exigir justicia y rendición de cuentas a quienes poseen el monopolio legítimo de la fuerza, es decir, al Estado que debería protegernos. En lugar de reaccionar, miramos hacia otro lado, ignoramos las listas interminables de desaparecidos, olvidamos los rostros y nombres de quienes ya no están. Esa indiferencia institucionalizada también es violencia y complica enormemente las tareas de búsqueda y verdad para las familias afectadas.

La sociedad civil, pese a todo, sigue resistiendo. Grupos como los colectivos de búsqueda de personas desaparecidas, que con valentía enfrentan la apatía institucional, merecen reconocimiento y respaldo. Su lucha diaria contra la indiferencia es una luz en medio de la oscuridad. También es vital reforzar la educación en derechos humanos desde edades tempranas, para generar conciencia colectiva sobre la gravedad de estas atrocidades y cultivar una cultura de paz y empatía.

En este contexto, es fundamental señalar la responsabilidad de los medios de comunicación. Su papel debería ser crucial en la construcción de una narrativa honesta y valiente que no solo exponga la crudeza de la violencia, sino que también promueva la reflexión crítica en la sociedad. Muchas veces, la cobertura mediática se limita al sensacionalismo, reforzando inadvertidamente nuestra insensibilidad ante los horrores cotidianos. Es urgente transformar esta dinámica para impulsar una verdadera conciencia ciudadana.

Asimismo, debemos exigir con firmeza la creación de políticas públicas efectivas, transparentes y basadas en evidencia para enfrentar esta crisis humanitaria. La violencia no se combate únicamente con operativos militares ni discursos políticos superficiales; se requiere un compromiso integral y sostenido del Estado, así como el fortalecimiento de instituciones judiciales capaces de brindar justicia pronta y expedita. Las víctimas y sus familias merecen algo más que palabras; requieren acciones concretas que restablezcan la confianza en el sistema y permitan cerrar heridas profundas.

No se trata de culpar exclusivamente al pasado o al presente político, sino de enfrentar con valentía y responsabilidad nuestra realidad. Los zapatos apilados en Jerusalén no son tan diferentes de los zapatos que ahora se acumulan simbólicamente cerca de Guadalajara. Ambos escenarios nos obligan a cuestionarnos qué tipo de sociedad queremos construir y dejar a las futuras generaciones.

Como señaló el escritor y periodista alemán Kurt Tucholsky, “la muerte de una persona es una tragedia, pero la muerte masiva se convierte tristemente en una simple estadística”. Sería irresponsable de mi parte comparar los aproximadamente seis millones de víctimas judías con las muertes provocadas por causa del narcotráfico. Sin embargo, disminuir la gravedad de la situación sería igual de responsable. Y es que, por mencionar un breve dato, en México, la violencia asociada al narcotráfico y el crimen organizado se estima que ha dejado más de 400 mil víctimas mortales en los últimos 20 años. Dejar este dato como una simple estadística sería sinónimo a indiferencia y admitir que, sencillamente, no quisimos darnos cuenta.

Si no despertamos hoy, corremos el riesgo de que mañana sean nuestros zapatos los que yacen silenciosamente frente a los crematorios del olvido.

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