En las elecciones del próximo 6 de junio se juega la continuidad del proyecto político que arrasó electoralmente en julio de 2018. De ese proyecto vuelto gobierno que tanto ha atentado contra nuestras certezas, y que tan desconcertadas, furiosas y cada vez más asustadas tiene a las élites mexicanas (reales y aspiracionales). Se respira por todos lados la zozobra y las emociones se han hecho ya totalmente del volante.
No es raro que las emociones influyan sobre nuestro comportamiento electoral. De acuerdo, entre otros, al espléndido libro Democracia para realistas, lo determinante en el sentido del voto NO es el cálculo racional basado en intereses o preferencias ideológicas estrictamente individuales. Lo determinante en nuestra decisión de votar por uno u otro partido o candidata/o son nuestra pertenencia grupal –ellos vs. nosotros– y nuestras pulsiones emocionales. La tesis central del libro –el voto se decide mucho más en la panza que en la cabeza– no es teórica, es el resultado de una exhaustiva revisión de la experiencia empírica de miles de elecciones y millones de votantes.
Si bien las emociones influyen siempre mucho más que las razones en el voto, el tipo e intensidad de las emociones que agrupan a los electores y que definen el sentido de los votos individuales varían mucho en distintos contextos. Frente a las elecciones de junio, observo dos constelaciones emocionales dominantes que se atizan una a la otra y que se sacan recíprocamente chispas.
En un lado de la cancha, veo a la parte superior de nuestra contrahecha pirámide social agitada por una mezcla de incredulidad completa, ira y miedo entendible y creciente frente a un presidente al que desprecian profundamente y que un día sí y otro también cimbra y amenaza sus certezas. De un presidente que no logran descifrar, que no entienden cómo se hizo de tanto poder y al que –en el fondo– no le perdonan que sea tan poderoso. Del otro lado del ring, atisbo una masa inmensa de personas para quienes el relato binario y justiciero del presidente resuena fuerte en su experiencia cotidiana de maltrato, invisibilidad e injusticia. Millones de mexicanas y mexicanos cuyo apoyo al proyecto y al gobierno de López Obrador descansa en la esperanza de que los de arriba dejen de poderlo todo y, en el resentimiento provocado por una realidad social en la que, justo porque los de arriba lo pueden todo, a ellos y ellas siempre les toca la peor parte de todo.
La grieta entre los de arriba y los abajo no la inventó López Obrador. Es profunda y viene de muy lejos. AMLO la hizo visible y la movilizó políticamente, dándole voz –a su manera– a los agravios y las esperanzas de los abajo. Se entiende que no les guste a los de arriba que se dejen sentir los de abajo. Se entiende que les resulte casi increíble que esa masa de invisibles sin cara ni apellido que asumían como eternamente mudos y resignadamente serviles se hagan presentes. Se entiende que a nuestras élites (incluyendo a porciones importantes de las clases medias) les resulte profundamente incómodo, los ponga fuera de sí, los asuste. Sí, los asuste, porque el que hablen los mudos viola nuestras tranquilidades y certezas, y porque esos que suponíamos carentes por siempre de voz son muchos, muchísimos.
Hay mucho en juego en las próximas elecciones. Para el grueso de los parlantes y pensantes (todas y todos ellos ubicado en la parte de arriba de la pirámide y, en mucho, representantes de sus compañeros de piso en nuestro edificio social), lo que está en juego es la democracia de los pesos y contrapesos. O sea: la democracia de las libertades individuales, los derechos de las minorías, y la pluralidad política, siempre y cuando ésta no atente contra la libertad económica más amplia posible y el ejercicio más irrestricto posible del derecho a la propiedad privada. Del otro lado de la cancha lo que se juega es la posibilidad de existir social y políticamente, de ponerle algún freno a la injusticia rampante, y de poder, quizá, hacer valer su dignidad y su derecho a vivir una vida mejor a la impuesta por su marca social de origen.
En suma, lo que decidirá el resultado de los próximos comicios en México es el enfrentamiento entre un coctel hecho de algo de esperanza y mucho de resentimiento legítimo, por un lado, y un brebaje emotivo hecho de desprecio –vestido de datos y doctas razones– convertido en furia y muy entendible miedo frente a la incertidumbre creciente, por otro. Lo que más importa, con todo, es que ese enfrentamiento se procese pacíficamente. Para ello, lo fundamental será la capacidad de autocontención de ambas partes. En concreto, la capacidad de los arriba y los de abajo para respetar esos límites engorrosos que imponen los límites procedimentales que tanto costó armar para asegurar que los votos cuenten y sean ellos y no la violencia desnuda y la ley del más fuerte los que decidan quién gobierna.