La semana pasada la Secretaría de Hacienda presentó a la Cámara de Diputados el Paquete Fiscal para el año entrante. Se trata del quinto Presupuesto que presenta esta administración y mi valoración es similar a las anteriores: en términos macroeconómicos es positivo que se proponga un equilibrio fiscal que mantenga la deuda pública como porcentaje del PIB en niveles relativamente bajos y estables, aunque en términos microeconómicos una parte significativa del gasto se destine a proyectos que tendrán poca o nula rentabilidad económica y social y que persistan las reducciones en rubros que debilitan todavía más la capacidad operativa del Estado mexicano, en particular en salud y educación.
Los supuestos sobre los que se diseñó este paquete parecieran ser muy optimistas. En particular, la previsión de crecimiento de 3.0 por ciento para 2023 es muy elevada comparada a la de analistas privados u organismos multilaterales, que apuntan a algo más cercano a 1.0 por ciento. Sucede lo mismo con la plataforma de producción petrolera que se estima en 1.87 millones de barriles diarios cuando la producción actual es de 1.62 millones y no se han anunciado descubrimientos de yacimientos que pudieran incrementar la producción en esa proporción. Si se mantienen los niveles de producción actuales los ingresos petroleros serán menores a lo presupuestado. Esto puede ser compensado parcialmente por el hecho de que el pronóstico del precio del petróleo se fijó en 68.7 dólares por barril, un nivel conservador tomando en cuenta que el mercado estima que terminará el año 2023 en alrededor de 80 dólares por barril.
Me parece también optimista asumir que las tasas de interés llegarán a 9.5 por ciento a fin de este año y que bajarán a 8.5 por ciento a finales de 2023. Creo que al cierre de 2022 las tasas llegarán hasta 10 por ciento y que el año que viene cerrarían en 9.0 por ciento. Mientras más alta resulte ser la tasa de interés, mayores serán las erogaciones por concepto de servicio de la deuda y mayor el déficit.
Por lo anterior, me parece que es muy factible que los ingresos públicos en 2023 sean menores a los estimados. Esto presentará una disyuntiva al gobierno: o se reduce el gasto de forma que se pueda cumplir el objetivo de déficit o se contrata más deuda para financiar ese mayor déficit. Ninguna opción será deseable: recortar el gasto resultará en mayores carencias en sectores como educación o salud, mientras que aumentar la deuda para financiar un déficit mayor al planeado resultará en pérdida de credibilidad.
Ahora bien, aun en el caso en que se decida tener un mayor déficit, ello no implicaría un aumento preocupante en la deuda pública. El Gobierno estima que, bajo los supuestos ya comentados, la deuda como porcentaje del PIB cerraría el año entrante en 49.4 por ciento. Estimo que, si el crecimiento es de 1.0 por ciento, la producción petrolera no crece y los precios del barril de petróleo se ubican en lo que espera el gobierno (para utilizar el pronóstico más conservador), el cociente deuda a PIB podría ser de 51 por ciento. Esto es un nivel bajo comparado a otras economías emergentes comparables y consistente con la calificación crediticia que hoy tiene México.
Por ello, me parece que están las condiciones para que el país pueda llegar al final de este sexenio sin un desanclaje fiscal y conservando el grado de inversión. Sin embargo, la próxima administración necesitará aumentar la recaudación; al mismo tiempo, sería deseable hacer algunos cambios al marco fiscal para mitigar los problemas que pueden darse cuando el entorno económico resulta distinto al pronosticado al momento de diseñar el Paquete Fiscal. Sobre ello escribiré en la próxima columna.
El autor es economista en jefe de BBVA México.