Los ataques hacia María Amparo Casar y a su familia son de tal gravedad que, al provenir de la Presidencia de la República, terminan por lastimar al conjunto de la vida pública. Con sus actos, el titular del Ejecutivo lanza al país al menos tres ominosos mensajes que es preciso identificar y rechazar.
Primer mensaje: reitera que dispone del poder sin límite ni control alguno. Que quien determina las atribuciones del titular del Ejecutivo no es la Constitución, sino lo que él mismo define. López Obrador se arroga la facultad de acusar y condenar a particulares, se autoconcede competencias que no tiene. Concibe su cargo como absoluto, incuestionable, omnipotente.
No solo ello: utiliza los recursos públicos a su disposición, como la conferencia de prensa matutina y el portal del gobierno, para lesionar la honra de una ciudadana y exhibir datos personales de ella y sus hijos. No importa que se contravenga la Ley General de Protección de Datos Personales, que se ignore además el Código Penal Federal, que establece que el servidor que utilice ilícitamente información o documentación de la que tenga conocimiento por su cargo estará incurriendo en un delito. El Presidente actúa como si a él y los suyos, en este caso el director de Pemex, el marco constitucional y legal no les aplicara.
Con ese primer mensaje, el mandatario deja claro que todas las características básicas de lo que es el poder en democracia (acotado, dividido, con contrapesos, sujeto a la ley), le resultan decorativas. Aplicaban para otros, mas no para él. El poderoso subraya que se considera ajeno a cualquier control, a toda contención, a cualquier límite: puede actuar y mancillar a su antojo.
Decidió ejercer el poder de modo no democrático, desbordado, peligroso.
Segundo mensaje: tengan miedo críticos y disidentes. Es evidente que la animadversión presidencial contra María Amparo Casar se debe a su actividad profesional, a las investigaciones de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, a sus artículos, opiniones, y a su más reciente libro. Casar, como tantos otros, ejerce las garantías que le dan la Constitución y los tratados internacionales que México ha firmado: libertad de prensa, de expresión, de trabajo. Investiga sí, al poder, al gobierno. Hace una tarea consustancial a toda democracia. Una labor que suele ser incómoda al poder, pero que solo en sistemas autoritarios o con gobernantes perturbados puede volverse peligrosa.
Ya saben: si investigan cómo usa los recursos públicos mi gobierno, si cuestionan mis decisiones, si indagan si mi entorno se enriquece, van a sentir el peso del poder. No habrá límites: ni siquiera sus hijos estarán a salvo de la furia y el encono.
Lamentablemente, no son hipótesis: los ataques directos del Presidente buscan infundir temor en periodistas críticos, investigadores acuciosos, ciudadanos despiertos y no condescendientes con el poder. Si callan no habrá problema; si no, aténganse.
Ello era inaceptable ayer, lo es hoy y debe serlo mañana.
Tercer mensaje: a la carga, estas son nuestras armas. Los actos de un presidente, quiérase o no, constituyen una suerte de pedagogía política (o antipedagogía) sobre todo para sus seguidores y fieles. El Presidente está legitimando el ataque ad hominem, la descalificación personal, el linchamiento de famas públicas como prácticas válidas y propias de su fuerza política.
Cada vez es más difícil encontrar entre quienes respaldan al gobierno gente que ofrezca argumentos, que sustente datos, que escuche y refute ideas. No, ahora casi todo es agresión personal, insulto. Más allá de la zafiedad y pobreza en las redes sociales, basta ver a los representantes de Morena en la mesa del INE, en la herradura de la democracia donde durante años se dieron dialécticas discusiones entre políticos respetados, para comprobar el desprecio que ahora tienen por el diálogo, la deliberación, la inteligencia. Ascienden puestos en el partido del gobierno no los cuadros mejor formados, sino los entregados a la persecución, al infundio, al ejercicio de la calumnia.
Ese tercer mensaje es la más tóxica lección del Presidente a los suyos: todo se vale, el fin justifica los medios, la decencia estorba.
La defensa de la democracia pasa por decir no a esos mensajes que constituyen parte del peor legado de López Obrador: el poder no puede ser absoluto ni abusivo; es inaceptable que se busque intimidar a quien disiente, y la política no es sinónimo de vileza.