Manuel Sescosse, presidente de Tauromaquia Mexicana A.C.
Pocas veces una decisión del máximo tribunal judicial del país, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ha sido tan clara para reafirmar el carácter cultural de la tauromaquia en nuestro país.
La semana pasada, la Segunda Sala de la Corte otorgó un amparo contra un decreto emitido por el estado de Nayarit mediante el cual se declaraba a las corridas de toros y las peleas de gallos como Patrimonio Cultural Inmaterial de esa entidad.
El máximo tribunal fue muy claro en su resolutivo: los estados no tienen facultad para hacer este tipo de declaratorias. Ello corresponde a la Federación, conforme a una interpretación de la Constitución y de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales.
Más claro no podría ser. En ningún momento la Suprema Corte de Justicia de la Nación se pronunció a favor o en contra de la prohibición de las corridas de toros en México, como de manera equivocada y con el afán de confundir los grupos prohibicionistas y quienes los apoyan han pretendido difundir.
Con este fallo, la Corte da un importante respaldo a la tauromaquia al refrendar su carácter cultural en nuestra sociedad.
Mucho se ha debatido en las últimas semanas en torno a esta actividad que tiene un arraigo de 500 años en México y que representa, junto con la charrería, una de las tradiciones más profundas de la nación.
Desafortunadamente, bajo un mal entendido concepto de bienestar animal, distintas asociaciones nacionales y extranjeras han logrado penetrar en órganos legislativos federales y locales para promover la prohibición de esta actividad que, además, representa una industria que genera una derrama económica de 6 mil 900 millones de pesos anuales, da empleo directo e indirecto a 225 mil familias y representa ingresos fiscales para el Estado por 800 millones de pesos.
El debate que se ha abierto permite plantearnos una gran interrogante: ¿Pueden los poderes públicos imponer las opciones morales de un grupo de la sociedad al resto de los ciudadanos? Imaginemos que la respuesta es afirmativa. Estaríamos frente a una pésima noticia para las libertades, ya que bastaría con presentar una argumentación moral –la que sea– y contar con las mayorías suficientes en los congresos o en los cabildos para prohibir lo que fuera. Alguien que no esté de acuerdo podría frenar la interrupción legal del embarazo o del matrimonio igualitario en los estados en donde ya son permitidos. Podría ponerse fin a todo espectáculo que no esté de acuerdo con la corrección política o alineada a los intereses de un grupo social. Hay quienes hablan de acabar con el box o la lucha libre por el simple hecho de considerarlos deportes violentos. Se podría, simple y llanamente, atentar en contra de la diversidad sexual o la práctica de alguna religión por el simple capricho de un grupo.
A eso podemos llegar si no ponemos fin a los debates en los que muchos grupos buscan atentar contra las libertades de las minorías y pretenden imponer su moral, su visión de las cosas y la forma en lo que ellos consideran que debe comportarse una sociedad. Ese no es el país que queremos.
Son aquellas posiciones parciales e intolerantes las que finalizarán sus días en empolvadas vitrinas de un museo, como el más triste recuerdo de un grupo que quiso imponer su ética en un momento de nuestra historia en el que las libertades lograron vencer y hacer de ellas un estilo de vida.