Edmundo Jacobo Molina, exsecretario ejecutivo del Instituto Nacional Electoral (INE)
Ni la respuesta a una llamada merece la presidenta de un poder del mismo nivel de quien da esa instrucción. Así de claro. Así de evidente la falta de respeto al orden constitucional, así de clara la falta de consideración, el menosprecio a quienes son representados por quien encabeza al Ejecutivo Federal, quien, según el pacto social que nos hemos dado, nos representa a todas y todos, independientemente de que comulguemos o no con sus ideales. Su obligación es la representación inclusiva, la época de campañas, de ser parte, ya pasaron.
Ni conservadurismo, ni paranoia, es la suma de evidencias la que prende las alarmas y agudiza las críticas al actual gobierno. El voto mayoritario del 2018 sumó convicción de sectores sociales que fueron convencidos a lo largo de lustros de campaña del actual presidente de la República y el voto de castigo a los pobres, nulos o decepcionantes resultados de gobiernos previos.
Una tras otra, se van sumando las evidencias de cómo desde el Ejecutivo Federal se busca refundar al Estado mexicano, su arquitectura, su línea de mando y sobre todo el sustento para definir el rumbo de toda la sociedad mexicana.
Lo anterior no es nada extraño en sociedades con alternancia democrática, en buena medida, el acceso al poder público de una corriente opositora se basa en la oferta de un cambio, de manera tal que una vez que se llega al cargo ejecutivo y/o de representación se intenta materializar lo ofertado y poner en marcha el proyecto político y/o las ambiciones, aun aquellas no confesadas.
Desde los primeros días como presidente electo y sin duda una vez en funciones, se fue dibujando algo que hoy en día es evidente, una concepción del poder público centrado en el poder presidencial como el centro de decisiones y resolución de controversias.
Nostálgica remembranza de una interpretación del México postrevolucionario, en particular de aquel del llamado “milagro mexicano”, posterior a la Segunda Guerra Mundial. Independientemente de la crítica que merecen aquellos regímenes autoritarios, este país es otro y en general el mundo es otro. Hay que voltear a revisar la historia para entender de dónde venimos, pero no para pretender volver al pasado, pero eso da motivo a otra reflexión.
La mayoría alcanzada en 2018 por el actual partido gobernante, sus aliados y una oposición desdibujada, facilitaron el control del Poder Legislativo y la aprobación de reformas constitucionales y legales. Poco después vino el esfuerzo por hacerse del Poder Judicial, la persecución a un ministro hasta su separación del cargo, la propuesta de nombramientos de nuevos miembros de la Corte afines al proyecto presidencial, lo que hoy es burdamente evidente, ya que las propuestas del Ejecutivo Federal ratificados por el Senado ahora, en algunos casos, llevan a que quien los propuso los acuse de “traidores” por no plegarse literalmente al designio de López Obrador.
Si hubiera alguna duda que despejar, he ahí la injerencia del presidente de la República en la designación de un presidente de la SCJN condescendiente, quien aun dejando el cargo, contradiciéndose con criterios previos, viola preceptos constitucionales al pronunciarse contra el carácter civil de la Guardia Nacional.
En paralelo vino el esfuerzo por desaparecer o al menos debilitar a los organismos autónomos, los ejemplos son múltiples, el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, el Coneval, el de competencia económica, el de regulación energética, el Ifetel, el INAI hasta paralizarlo y hacer expresa la intensión sin el más mínimo reparo y otros más, para no detenerme en los constantes ataques e intentos de coptación del INE.
Detrás, al frente y a los lados de estas evidencias lo que hay es un esfuerzo por evitar los contrapesos, el equilibrio en el ejercicio del poder público, para darle centralidad a uno de ellos sobre el resto. Décadas de luchas sociales, desde los años cincuenta del siglo pasado con manifestaciones de mujeres por ser reconocidas como ciudadanas, de médicos, maestros, ferrocarrileros y otros grupos sociales, de partidos políticos que reclamaban la posibilidad de una competencia real; años de sucesivas reformas para construir una sociedad democrática, incluyente, plural y abierta, y hoy, al menos siete décadas después, una pretendida involución que pretende remontarnos a un idílico país inexistente.
Para López Obrador la historia rescatable concluye con el cardenismo en 1940. Ignora para su cuarta transformación, 80 años de luchas ciudadanas, desde el ámbito público hasta el privado, sin las cuales sería imposible nuestro presente.
En este recuento de evidencias, sin duda no exhaustivo, la más reciente intentona contra el contrapeso necesario del Poder Judicial es la búsqueda de restringir las atribuciones constitucionales del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y ahora acompañada esta iniciativa, aunque parezca increíble, por tres de los cuatro partidos de oposición, que una vez más denotan que sus intereses particulares están por encima de los generales y que su visión cortoplacista puede cegarles ante las tendencias de fondo que están en curso. El TEPJF es una instancia de control frente a las arbitrariedades dentro de los propios partidos políticos que, lamentablemente, rompiendo sus propias reglas atentan contra los derechos de sus militantes.
Afortunadamente, y discúlpenme la simplificación del argumento, una vez más como el 13 de noviembre y el 26 de febrero pasados, la visibilización de las pretensiones y sus chocantes consecuencias han puesto un alto a esa nueva iniciativa que rehúye los esfuerzos por diseñar una sociedad que en ejercicio de pesos y contrapesos busca desterrar las arbitrariedades y las visiones monocromáticas en aras de una pretendida razón histórica que lo único que denota es una visión que no respeta a la sociedad que debe representar, al tratarla como menor de edad a quien ante su desorientación hay que decirle hacia dónde y cómo ir.