Mientras que el tiempo pasa y la oposición no define candidato, sin contar con algún personaje de corte político o ciudadano que despunte como alternativa, la verdadera competencia electoral por la Presidencia de la República en 2024 se juega dentro de Morena en este año que corre. Quien triunfe al interior, ganará afuera, parecen insistir las distintas encuestas. Estaríamos frente a una final adelantada, dirían los cronistas deportivos.
Ciertamente, las cosas pueden cambiar, pero también podrían mantenerse. Por eso es importante dar seguimiento a una competencia de la que podrá salir el o la próxima presidente de México. El punto central es imaginar qué pasa por la cabeza del Presidente López Obrador, cuál es su gran dilema, porque más allá de lo que dirán las próximas encuestas de Morena, será él quien definirá el nombre de su sucesor o sucesora. El reciente llamado a la unidad que realizó en Palacio Nacional confirma su principal preocupación: una posible fractura de su partido si elige mal al candidato, lo que pondría en riesgo incluso el triunfo de Morena en 2024 y la viabilidad del proyecto por el que ha luchado en las últimas décadas.
La decisión no parece fácil. Mejor dicho, resulta sumamente compleja. Es el dilema que han enfrentado a lo largo de toda la historia personajes reales o ficticios. Todo líder que aspire a que su proyecto político o legado de poder perdure se enfrenta a una disyuntiva existencial. En el caso de AMLO es: ¿quién garantiza la consolidación de la transformación política, social y económica que hemos iniciado? Esto va más allá de cuotas de poder, de partido o de género, y más allá de simpatías. Hay un cálculo político personal neto: ¿quién podrá consolidar la Cuarta Transformación?
Pareciera que López Obrador tendría en Adán Augusto López y Claudia Sheinbaum dos decisiones relativamente sencillas. Por su cercanía y por la confianza demostrada a lo largo de los años, estas dos opciones asegurarían la fidelidad que necesita la continuidad de su proyecto, sobre todo en sus bases ideológicas y puntos no negociables.
Sin embargo, la decisión más difícil y que definirá la sucesión en Morena es decirle que no a Marcelo Ebrard, sin duda el perfil más preparado para gobernar dentro de todos los precandidatos. Rechazar al mejor subiría el costo político de la decisión del presidente al menos por dos grandes razones.
Primera, y quizá la más obvia, es que la determinación puede generar una fractura al interior del movimiento si Ebrard no acepta el resultado y decide competir por otra opción política, lo que pondría en riesgo el propio triunfo de Morena. Segunda, y esto es central, porque el canciller es el único que podría romper la barrera de los 30 millones de votos obtenidos por AMLO en 2018, al atraer a un voto más proclive a la oposición, como el de las clases medias urbanas que apoyaron a AMLO en 2018 pero que han ido retirando su apoyo al primer mandatario. Ambos factores representan riesgos reales para perder la elección en 2024 por una previsible fuga de votos o el impedimento para atraer un sufragio más diverso y numeroso que asegure el triunfo.
Un elemento de análisis que debe estar presente en la cabeza del Presidente durante sus largas noches en Palacio es que Ebrard no sólo suma votos, sino capacidad de ejecución y prestigio internacional, dos características que el próximo mandatario deberá reunir para poder consolidar a la 4T. El titular del Ejecutivo debe estar considerando algo de lo que se habla poco pero que es real: la cercanía del canciller con el político tabasqueño. Ebrard ha sido pieza fundamental en la construcción del proyecto de AMLO desde hace más de veinte años. En momentos buenos, pero sobre todo en los malos, el canciller ha estado ahí y, de los tres precandidatos, él es el único que ha sido sucesor ya probado de López Obrador, cuando fue Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Es un hecho demostrado que Marcelo puede dar continuidad a la visión de gobierno de López Obrador e introducir sus propias políticas progresistas con éxito, así como lo hizo en la capital del país entre 2006 y 2012.
Sin duda, el costo político de decirle que no a Ebrard sería sumamente alto para AMLO y su movimiento. Como el buen estratega electoral que es, el Presidente debe estar evaluando muy bien este escenario. Seguramente en la soledad de Palacio, con los espacios de reflexión que el poder otorga e inmerso en la majestuosidad de Palacio Nacional y el peso histórico de sus muros, López Obrador estará sopesando sobre quién será su sucesor o sucesora. La decisión aún no está tomada.