En política, el tiempo es vértigo fugaz que determina el acontecer y las realidades. Los gobiernos en el ejercicio del poder generalmente aprovechan los primeros años de su mandato para realizar los cambios anunciados y refrendados en las urnas por las y los ciudadanos. El presidente López Obrador, en sus primeros tres años, con la mayoría en el Congreso, no hizo las transformaciones necesarias para hacer realidad el tan anunciado «cambio de régimen».
López Obrador se confió, tuvo un error de cálculo y el recorrido sexenal se complicó. El resultado de la elección intermedia no le favoreció, perdió la mayoría y las alianzas legislativas constituyeron un muro de contención de infranqueable resistencia. Varias iniciativas presidenciales no fueron aprobadas y algunas, declaradas inconstitucionales. Esta realidad confrontó al Ejecutivo con el Poder Judicial al grado de que el presidente tomó la determinación de transformarlo a fondo.
Así llegamos a la elección presidencial del pasado 2 de junio, donde Morena y sus aliados arrasaron en las urnas y, por supuesto, refrendaron su mayoría en la Cámara de Diputados y casi en el Senado. Sin embargo, la política y el ejercicio del poder no son asuntos aritméticos. Es construcción de acuerdos, negociación y relativos convencimientos mutuos.
Al presidente le preocupa su legado y sin considerar que está al final de su gobierno, ni el respeto al espacio de la nueva presidenta, mandó a la Cámara de Diputados sendas iniciativas que en cierta forma constituyen un cambio de régimen y exige su aprobación inmediata antes de la toma de posesión de la presidenta Sheinbaum. La reforma judicial y la desaparición de los órganos autónomos, entre otras, son las más controvertidas y de gran resistencia ciudadana.
Son reformas de gran calado que requieren de un análisis profundo de los especialistas, de la construcción de acuerdos y de un serio debate democrático. La transformación y cambio del Poder Judicial no es cosa menor. Es una de las tres piezas que sustentan a la República.
Es un momento difícil para la presidenta electa. Aun estando de acuerdo con las iniciativas, en este momento le complican la gobernanza y la ponen contra las cuerdas de la confrontación política y falta de confianza de los inversionistas nacionales y extranjeros. La huelga de las y los trabajadores del Poder Judicial está escalando el problema. Los órganos y cámaras empresariales están en contra y las calificadoras ponen en foco rojo a México.
Respetando las diferencias, es un hecho parecido a lo que aconteció con la transición de López Portillo y Miguel de la Madrid. La crisis financiera y política del final del sexenio de López Portillo lo llevó, sin consultar a su sucesor, a la nacionalización de la banca, complicándole los primeros años del nuevo gobierno, pero finalmente, tiempo después, la realidad obligó a echar para atrás la controvertida nacionalización y se fueron al extremo privatizándola y entregándola a los inversionistas extranjeros. Surrealismo puro.
La reforma judicial puede correr esta suerte. Es un asunto con aristas políticas delicadas, inclusive en relación con el T-MEC, que puede dinamitarla por presión de nuestros vecinos del norte. Es más, el embajador norteamericano, Ken Salazar, cambió su postura original y ahora manifiesta que la reforma lesiona la democracia y puede trastocar las relaciones comerciales entre ambos países.
El presidente debería retirar de su iniciativa de reforma la exigencia de que las autoridades judiciales sean elegidas por voto popular. Esto destrabaría el conflicto y abriría la posibilidad de diálogo entre las partes. López Obrador no lo hará. No está en su ADN político. Es posible que provoque terremotos financieros y presiones extranjeras a la nueva administración.
Nuestra fortaleza de ser el principal socio comercial de Estados Unidos, también es nuestra debilidad política. Con la amenaza de endurecer las condiciones del Tratado de Libre Comercio nos pondrán contra la pared y será probable desechar la reforma. Lo que es un hecho es que en unos cuantos días la atmósfera política se ha enrarecido y el ambiente ha cambiado. De una transición tersa y de inédita continuidad pasamos a una transición accidentada y de dudosa permanencia en el futuro.
Aún es tiempo. Ojalá reflexionen el presidente López Obrador y la presidenta electa. La ley de causalidad en política es una constante; a veces invisible, pero inexorable. De pronto, la chispa incendia la pradera; de pronto, el mar tranquilo encrespa las olas y provoca el naufragio; de pronto, el epicentro provoca el terremoto y la destrucción. Al tiempo.