Los procesos de cambio, políticos, sociales o económicos, tienen consecuencias en diferentes niveles y no siempre se ponen de manifiesto en el corto plazo. Destacan el institucional y —casi como consecuencia— el social en sus diferentes dimensiones.
Es decir, modificaciones en las leyes, reglas y normas que también generan la transformación de entornos de la vida individual y familiar, por ejemplo, sus condiciones de vida, su acceso a la educación, su acceso a un empleo permanente, el fortalecimiento de su entorno social, en su suma a su acceso a mejores niveles de bienestar.
En la historia de México, dichos procesos han sido diversos también en su magnitud e intensidad tales como los movimientos sociales. Un ejemplo claro que conmemoramos en unos días es la Revolución Mexicana, que generó un nuevo arreglo constitucional en el País a través de la Constitución Política de 1917, que trajo cambios positivos para el pueblo, como es el caso del reconocimiento de los derechos sociales, tales como la educación gratuita, el reparto agrario y los derechos laborales, de los cuales nuestro País fue pionero, al tratarse de la primera Constitución social en el mundo.
Cabe resaltar que en los diferentes modelos de Norma Suprema que han regido nuestro país, está siempre presente un esquema de rendición de cuentas en el manejo de los recursos públicos. Esto es natural, si se toma en cuenta que el constitucionalismo entendido como límite legal al poder público, desde sus antecedentes más precarios (como la Carta Magna inglesa de 1215), tenía como uno de sus principales objetivos el control impositivo y presupuestal (diríamos hoy, en términos modernos), finalidad esta que se ha ido perfeccionando y sofisticando hasta llegar a los diseños institucionales de nuestros días.
En el mismo sentido, en el constitucionalismo moderno, las constituciones son a la vez norma jurídica y texto político fundamental, que establece con precisión específica acciones para el futuro de cada País, esto es el proyecto nacional que establece principios y prioridades.
En este sentido, y más allá de la retórica política, para revisar los objetivos y prioridades reales, de cualquier gobierno, el factor que nos da elementos más precisos es el Presupuesto, ahí se precisan las prioridades del gasto público, su ejercicio pulcro y transparente, y la evaluación del mismo, pues la elección consciente de utilizar recursos públicos para cambiar una realidad social específica (p.e. en materia de salud, esto implica la satisfacción de necesidades básicas de la población, seguridad, eficiencia gubernamental, etcétera), en países como el nuestro es la decisión política, sin que ello obste para que ocurra en un marco jurídico y administrativo exhaustivo –lo que se denomina Estado de Derecho–.
La rendición de cuentas y la integridad pública al ser un pilar fundamental de cualquier democracia, ha sido una máxima permanentemente contemporánea. La historia de la fiscalización pública, como herramienta para la rendición de cuentas vertical efectiva, es un testimonio de la constante búsqueda de mecanismos para garantizar que los recursos del Estado se utilicen de manera eficiente y equitativa.
Con las reformas constitucionales de 1999 y 2015, la Contaduría Mayor de Hacienda, que era el órgano especializado que se encargaba de revisar la cuenta pública del gobierno federal y del entonces Distrito Federal, hoy Ciudad de México, se transformó en la Auditoría Superior de la Federación (ASF), y se ampliaron sus funciones para evaluar no solo la correcta aplicación de los recursos, sino también la eficacia en el logro de los objetivos de la fiscalización superior, mismas que hemos potenciado de manera exitosa a partir de 2018 cuando comenzamos nuestra gestión a cargo de la ASF.