En América Latina y el Caribe vive alrededor del 8.0 por ciento de la población global, pero la región concentra un 30 por ciento de los muertos por Covid-19 registrados en el mundo.
Es también la zona del planeta que en 2020 presentó el mayor retroceso en materia de generación de riqueza: el Producto Interno Bruto (PIB) regional se contrajo en promedio un 7.1 por ciento, la mayor caída en 100 años, con la consiguiente destrucción de empleos.
El número de latinoamericanos y caribeños en situación de pobreza extrema se expandió a niveles no vistos desde el bienio 1999/2000, con 12.5 por ciento de la población total viviendo en esa condición.
En contraposición a esa luctuosa coyuntura, el sector agropecuario emergió exhibiendo musculatura y resiliencia.
A pesar de pronósticos de colapso para los sistemas agroalimentarios, la producción y las exportaciones del agro del continente americano registraron desempeños por encima del promedio, superando desafíos sanitarios, logísticos y financieros y transitando el mismo camino de las últimas cinco décadas, en las que la población mundial se duplicó y la oferta de alimentos se multiplicó por tres.
En base a datos de 17 países de nuestra región, se concluye que las exportaciones agropecuarias se incrementaron un 2.7 por ciento interanual en 2020, mientras que las ventas externas totales cayeron un 9.1 por ciento. A su vez, la contracción del PIB agropecuario fue sensiblemente menor a la del conjunto de la economía, e incluso en numerosos países de la región el sector mantuvo su crecimiento.
La crisis sanitaria, sin embargo, con todas sus consecuencias socioeconómicas, puso sobre la mesa una necesidad: revisar las estrategias de todas las actividades de bienes y servicios en el mundo. La agricultura no puede escapar a esta lógica.
Mirando al futuro, el sector debe profundizar su proceso de transformación continuando por la senda de los logros alcanzados, pero asumiendo al mismo tiempo desafíos impostergables, como los aumentos de productividad para generar alimentos más sanos y nutritivos y la internalización de la dimensión ambiental, reduciendo la emisión de gases de efecto invernadero y aumentando el secuestro de carbono de los suelos.
Son muchos los cambios introducidos en los sistemas productivos de América Latina y el Caribe que nos permiten ser optimistas, como la siembra directa, la rotación de cultivos y la integración forestal-agrícola-ganadera, entre otros.
Uno de los caminos más promisorios que se nos presenta en la nueva etapa es la bioeconomía, asociada a la economía circular, que crea condiciones para intensificar del uso de los recursos y procesos biológicos y permite al sector agropecuario incursionar en la generación de valor en cadenas no tradicionalmente vinculadas a este sector.
La mayor cantidad de biomasa residual de la región proviene del arroz, los bovinos, la leche, el café, la caña de azúcar, los cítricos y la piña, residuos alimentarios que, lejos de ser una amenaza medioambiental, deben ser vistos como un recurso esencial para generar productos de alto valor agregado, entre ellos biofertilizantes, biocombustibles, biometano, biogás y químicos.
Necesitamos aprovechar a fondo el potencial que ofrece la nueva era y restaurar la herida social provocada por la pandemia. Nos urge para ello contar con robustos sistemas nacionales de ciencia y tecnología, con una activa participación del sector privado y redefiniendo prioridades en materia de investigación y desarrollo.
América Latina y el Caribe cuenta con todos los recursos para materializar su papel de garante de la seguridad alimentaria y nutricional del mundo, junto con la sostenibilidad ambiental del planeta.
En vísperas de la Cumbre sobre Sistemas Alimentarios convocada por la ONU, es tiempo de reafirmar la importancia central de la actividad agropecuaria. En ella está la clave para dejar definitivamente atrás la década perdida y embarcar en una década que nos devuelva la esperanza.