El gobierno de AMLO parece confiado en que podrá cerrar razonablemente bien el sexenio en materia de seguridad. El Presidente ha presionado fuerte para que se cumpla su voluntad en lo que concierne a la permanencia de la Guardia Nacional dentro de Sedena, y también para que, así sea de forma apresurada, se concreten algunas detenciones de personas involucradas con el caso Ayotzinapa.
Sin embargo, el modelo de seguridad que se ha buscado seguir tiene un talón de Aquiles. El actual gobierno, más cauteloso que sus predecesores en lo que concierne al uso de la fuerza pública contra cualquier tipo de movimiento social, no ha podido todavía formular una respuesta ante la violencia de los grupos de autodefensa. El resultado es que, cada vez en mayor medida, se observa una simbiosis entre crimen organizado, grupos de autodefensa y paramilitarismo. Lo que antes era un problema primordialmente en Michoacán, se ha extendido a otras entidades federativas y, en los últimos meses, ha generado en Chiapas varios escenarios sumamente delicados.
Aunque la inseguridad y la violencia afectan a todo el estado, la región de Los Altos –al igual que en los 90– es el epicentro de la crisis. En municipios como Chenalhó, Pantelhó, Teopisca y hasta en San Cristóbal de la Casas, proliferan grupos paramilitares (El Machete, Los Herrera, Los Motonetos y Los Petules, entre otros) que bloquean carreteras, irrumpen en localidades para levantar gente o para forzar a familias enteras a huir.
Las desapariciones de personas han sido una de las marcas características de la nueva crisis de violencia en Chiapas, y el número de personas desaparecidas que se reportan en el estado aumenta año con año. De acuerdo con el registro de la Comisión Nacional de Búsqueda, en 2019 fueron 47 personas desaparecidas en Chiapas. Este año, si se mantiene la tendencia observada de enero a agosto, serán 70 (aunque la cifra real seguramente es mucho mayor). Junto con el paramilitarismo y las desapariciones de personas también ha enraizado la extorsión a gran escala, las agresiones a empresarios y, en general, un clima sumamente complejo para el sector privado. Las amenazas criminales han obligado a algunas de las principales empresas que operan en el estado a suspender temporalmente el traslado de mercancía, incluyendo las exportaciones a Guatemala.
Hasta ahora, estos grupos han logrado operar de forma esencialmente impune. Todos cuentan, en su origen al menos, con alguna base social. Algún bando, dentro de los añejos conflictos políticos y comunitarios que dividen Chiapas, los apoya. Saben que las autoridades federales no quieren quedar en medio de un conflicto social, y que, por lo tanto, son renuentes en extremo a actuar contra ellos, incluso cuando incurren en conductas netamente criminales.
Por otro lado, el gobierno de Chiapas tradicionalmente había desempeñado un papel importante en la mediación y contención de la conflictividad social. Desafortunadamente, van dos gobernadores al hilo que se perciben lejanos a los conflictos locales. El actual, el morenista Rutilio Escandón, es allegado de algunas de las figuras políticas más influyentes del país (entre otras razones porque es cuñado de Adán Augusto López, secretario de Gobernación y precandidato para la elección presidencial de 2024). Los chiapanecos que he consultado en semanas recientes para sondear el clima de inseguridad en el estado coinciden en que el gobernador está más interesado en afianzar su futuro político en la Ciudad de México, que en atender las crisis que se multiplican por el estado. Incluso se ha llegado a especular que Escandón podría dejar la gubernatura para mejor dirigir una empresa paraestatal.
La situación en Chiapas todavía ocupa un lugar secundario en la agenda pública nacional. Los actores armados en conflicto son relativamente pequeños, y su poder de fuego es acotado. Por lo mismo, sus ataques no son tan espectaculares como las demostraciones de fuerza a las que ya nos tiene acostumbrados los grupos criminales que operan en otros estados.
Sin embargo, Chiapas es una bomba que podría estallar en cualquier momento. Basta con que el CJNG o sus rivales del Cártel de Sinaloa decidan invertir en fortalecer a algunos de los numerosos grupos que ya operan en el estado y formar una coalición criminal con capacidades militares (como hicieron en Michoacán en años recientes). El panorama sería francamente desastroso. Ojalá que en Palacio Nacional se tomen en serio las señales de alerta que salen desde Chiapas. No vaya a ser que un nuevo conflicto armado, que con el dinero del crimen organizado sería mucho más complejo que el levantamiento zapatista, vaya a empañar la inauguración del Tren Maya.