Al gobierno de AMLO y a la FGR se les fueron casi cuatro años en el intento por darle la vuelta a la verdad histórica de Murillo Karam y al estropicio que Peña Nieto dejó con el caso Ayotzinapa. Las investigaciones que se dieron a conocer, y las acciones que la Fiscalía tomó en las últimas semanas, pertenecen a un tema en el que no había margen para más pifias –dado su peso simbólico–. Se trataba también de la mejor oportunidad para que este gobierno demostrara que efectivamente no es igual a los de antes, como tanto le gusta repetir al Presidente. Al parecer, la 4T fracasó en esto también. Con la cancelación de 21 de las 83 órdenes de aprehensión contra implicados en el caso, en su mayoría militares, y con la renuncia del fiscal especial, Omar Gómez Trejo, el gobierno perdió gran parte de la legitimidad que tenía en el tema. La posibilidad de que efectivamente se haga justicia, y de que los padres de las víctimas puedan, al menos, tener un cierre para este doloroso episodio, parece cada vez más lejana.
Parecería increíble, pero no lo es tanto. Si examinamos con detenimiento la forma como el gobierno anterior y éste han actuado en el caso Ayotzinapa (que es, en esencia, la forma como opera siempre el aparato de procuración de justicia, cuando hay intereses políticos), nos encontramos que las pifias recurrentes son casi una fatalidad. En la tradición política mexicana, la autonomía efectiva en el ejercicio de las funciones públicas, si contraviene la lealtad personal, es inconcebible. Fiel a esta tradición, AMLO se ha esmerado en dejarnos claro a los mexicanos que él manda, no sólo en todas las secretarías, sino también en la FGR. Lo anterior, a pesar de la transformación teórica de la PGR en una fiscalía autónoma. Mantener control sobre el aparato de procuración de justicia puede hacer que el Ejecutivo parezca fuerte. Sin embargo, este control lo convierte también en blanco de presiones enormes.
Las investigaciones del caso Ayotzinapa han estado marcadas por la resistencia de la cúpula militar para reconocer la responsabilidad del Ejército. Esta resistencia se ha traducido en presiones para el Ejecutivo y en una dócil disposición del aparato de procuración de justicia para el encubrimiento. Pienso en el caso de Tomás Zerón, el titular de la Agencia de Investigación Criminal, primer responsable de la investigación del caso Ayotzinapa en la entonces PGR. Con tal de encubrir la gravísima participación del Ejército en la desaparición de los estudiantes, Zerón accedió a orquestar la fabricación de una historia que resultó insostenible. Tomás Zerón acabó con su carrera por hacer el trabajo sucio de sus jefes. Por supuesto, hay muchos funcionarios que hicieron y hacen lo mismo. Con Zerón había toda una estructura que calladamente participó en el encubrimiento. No podemos eximir a Zerón de responsabilidad. Por interés, o por miedo a represalias, este funcionario optó por traicionar su responsabilidad superior con el interés público y con la verdad. Sin embargo, no deja de ser un mero engranaje de una maquinaria cuyas palancas manejan otros desde más arriba.
Lo mismo ocurre actualmente. Hay alguien que presiona para que se cancelen las órdenes de aprehensión que no se estiman convenientes, y hay alguien que sigue las reglas del juego y solicita al Poder Judicial que se cancelen. Poco importa lo que pueda venir después, el sistema de hoy, al igual que el del sexenio pasado, exige obediencia y lealtad personal, no neutralidad y profesionalismo. Una diferencia importante es que el actual gobierno, para bien o para mal, ha sido un poco menos monolítico en su manejo del caso Ayotzinapa. Al parecer AMLO no está dispuesto a dejar que la investigación se lleve hasta sus últimas consecuencias, con las implicaciones que ello pueda tener al interior de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, AMLO consideró inicialmente que era necesario contar con un fiscal especial con legitimidad ante los padres de los estudiantes desaparecidos.
Omar Gómez Trejo no fue nombrado titular de la Unidad Especial de Investigación y Litigio para el Caso Ayotzinapa (UEILCA) por su cercanía con el Presidente o con el fiscal general, sino por los años en los que acompañó al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), durante los cuales pudo construir una relación de confianza con los padres de las víctimas. Llegó al puesto como resultado de su trayectoria (como debería ser, invariablemente, en las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia), no por un vínculo de lealtad con sus superiores (como desafortunadamente es la norma en México). La semana pasada hizo lo que pocos funcionarios mexicanos saben hacer: renunciar dignamente cuando otros más arriba toman decisiones inaceptables.