Al arrancar el último año del sexenio de Enrique Peña Nieto, la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (Ensu) arrojaba –entre sus resultados principales– que 76.8 por ciento de la población nacional percibía como insegura la ciudad en que residía. Este punto máximo en la percepción de inseguridad ocurrió cuando tenía lugar un repunte de los homicidios, poco antes de que concluyera la pasada administración. La semana pasada, el INEGI publicó, como lo viene haciendo cada tres meses desde 2013, los resultados del último levantamiento de la Ensu, entre los que observamos que la percepción de inseguridad se ubica, ahora, en 61.4 por ciento. Es decir, en los últimos cinco años y medio, la percepción de inseguridad en el país se ha reducido 15.4 puntos. Sin que me parezca que esta reducción sea la octava maravilla, tampoco creo que el tamaño de esta baja sostenida deba considerarse un dato trivial.
La percepción de seguridad o inseguridad es una variable en la que influyen varios factores. El más importante son los incidentes violentos de alto perfil ligados con el crimen organizado, que ocurren en espacios públicos densamente poblados. Por ejemplo, una balacera, un enfrentamiento entre bandas, el rafagueo a la fachada de un negocio, el bloqueo de una vialidad con vehículos incendiados, entre otros. Este tipo de eventos tiene un impacto enorme en la percepción. Por eso es que, en la Ensu que acaba de publicarse, los municipios con la percepción de inseguridad más alta son aquellos donde el asedio del crimen es constante y escandaloso, como es el caso de los municipios de Fresnillo, en Zacatecas; Ciudad Obregón, en Sonora, la capital de Zacatecas y Uruapan, en Michoacán, los cuales aparecen hasta arriba del ranking, con porcentajes por encima de 90 por ciento. Todos estos lugares experimentan cotidianamente los estragos de la violencia del crimen organizado.
Sin embargo, existe otra variable que también tiene efectos en los niveles de percepción. Se trata de un grupo de delitos de menor impacto, pero que también modifica significativamente la manera como percibimos la seguridad en nuestro entorno. Se trata de los delitos callejeros cometidos de modo individual o por grupos pequeños de delincuentes, como son las diversas modalidades de robo (e.g., de vehículos, de negocios, a transeúnte, a negocios o en transporte público). Estos delitos han mostrado una tendencia a la baja a lo largo del país en los últimos años. Quizás el caso más notable es el robo de vehículo, uno de los delitos con menor cifra negra, pues las víctimas lo denuncian para hacer efectivas sus pólizas de seguro. A fines de 2018, cuando la actual administración tomó posesión, se registró en el país un promedio de 18 mil robos de vehículo al mes; actualmente esa cifra se ubica en 11 mil. Se trata de una reducción de 40 por ciento en los últimos cinco años. Esta notable caída de los robos, con algunos altibajos, a lo largo del país, es, quizá, la principal razón por la cual la percepción de seguridad ha mejorado moderadamente durante el último lustro.
Ahora bien: ¿a qué se debe la baja de delitos callejeros, especialmente de los diversos tipos de robo en el país? Una primera explicación tiene que ver con el establecimiento de mesas de coordinación para la paz (municipales, estatales o regionales) que el Ejecutivo federal promovió desde el inicio de la actual administración. Estas mesas han propiciado que las autoridades policiales, militares y de procuración de justicia se reúnan periódicamente –a veces diariamente, a veces semanalmente– para darle seguimiento a un conjunto de indicadores delictivos, especialmente aquellos sobre los que pueden actuar las autoridades locales. La institucionalización de estas mesas de coordinación ha colocado una enorme presión sobre las policías locales, las cuales se han sentido obligadas a presentar mejores resultados. Tener sentadas en la misma mesa a las autoridades militares (entre las que cuento a la Guardia Nacional), a la Policía Estatal y a las municipales, ha marcado la diferencia en el combate a los delitos callejeros.
La segunda explicación de la reducción de la delincuencia callejera es menos halagüeña, y tiene que ver con el férreo control de los mercados de protección ilegal (i.e., extorsión presencial), que algunos grupos delictivos han logrado afianzar en varias zonas del país. En estos casos, y bajo la fórmula del cobro del derecho de piso, los grupos criminales más poderosos de una región justifican el cobro periódico del impuesto criminal mediante la cooptación o eliminación progresiva de delincuentes menores, lo que les permite continuar extrayendo sus rentas eficientemente. Cabe mencionar, finalmente, que esta segunda explicación no excluye a la primera, y que ambos argumentos pueden, incluso, complementarse. Tal sería el caso de municipios de bajas capacidades institucionales, que no cuentan con recursos para combatir a delincuentes menores, y que por esta razón delegan esta tarea en las organizaciones criminales mayores, con las que guardan esquemas diversos de asociación y colaboración.