El año apenas comienza y la violencia electoral ya está desbocada. En los primeros días de este 2024 fueron asesinados tres aspirantes a cargos de elección popular: David Rey González Moreno, del Frente Amplio por México, quien buscaba la presidencia municipal de Suchiate, Chiapas; Sergio Hueso, aspirante de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Armería, Colima, y el panista Giovanni Lezama, quien aspiraba a ser diputado local en Morelos. Estos hechos son un triste presagio de lo que nos espera en los próximos meses. La violencia política –o más precisamente la intromisión abierta del crimen organizado en las elecciones, que esporádicamente conlleva violencia– se ha convertido en una constante, casi una fatalidad, en nuestro sistema político.
En mi trabajo como consultor tengo la oportunidad de trabajar en proyectos con clientes de todo el país. Frecuentemente me reúno con miembros de organizaciones sociales y cámaras empresariales estatales, y también con actores políticos, de distintos partidos, para hablar sobre el panorama local de seguridad. Cada vez es más frecuente que, durante estos viajes, en las conversaciones ‘en corto’, salga a relucir el vínculo de padrinazgo que existe entre determinadas autoridades (o candidatos, ahora que se vienen las elecciones) y algún grupo criminal. Se trata de un fenómeno que no es nuevo, pero que hace una década estaba relativamente circunscrito a algunos estados, de forma notoria a Michoacán, y que gradualmente se ha generalizado.
El problema, por supuesto, va mucho más allá de las campañas y de la jornada electoral. Las organizaciones sociales y los empresarios con los que me reúno perciben que el vínculo entre criminales y autoridades locales es un obstáculo insalvable para resolver ciertos fenómenos delictivos, particularmente la extorsión. Cuando un grupo criminal ‘apadrina’ al alcalde, la población y el sector privado se resignan a aceptar que ciertos negocios y actividades criminales se consideren simplemente ‘intocables’.
Cada vez que se registran hechos de violencia contra candidatos hay expresiones de indignación del liderazgo de los partidos. Sin embargo, hasta ahora ninguna fuerza política ha impulsado una agenda seria para verdaderamente blindar a sus candidatos de la influencia del crimen organizado. Ningún partido ha buscado tampoco posicionarse como la opción ‘limpia’ de candidatos con padrinos criminales (mucho menos se han establecido en los hechos los filtros y protocolos necesarios para garantizar que así fuera).
Habrá algunas variantes entre fuerzas políticas y de estado a estado, pero me parece que en las dirigencias de los partidos ha prevalecido la lógica del don’t ask don’t tell. Simplemente voltean para otro lado y evitan hacer mayor indagación sobre los posibles vínculos criminales de sus candidatos. Lo trágico es que es perfectamente comprensible que actúen así. Obligar a sus candidatos a rechazar de forma tajante cualquier forma de apoyo criminal aumentaría de forma exponencial los riesgos de atentados. No sólo eso, en otros casos también implicaría renunciar motu proprio a una maquinaría con una enorme capacidad para movilizar recursos y gente.
Las autoridades electorales y las cúpulas de los partidos se niegan a reconocer una dolorosa realidad, que debería ser evidente. En algunos municipios del país, particularmente en zonas rurales, simple y sencillamente no hay condiciones para llevar a cabo un proceso electoral. Las elecciones son una mera simulación, en la que el ayuntamiento se le entrega, sin más, a un grupo criminal y a sus ahijadas y ahijados. En otras regiones del país la situación no es tan drástica, pero sería indispensable hacer una revisión a conciencia de quiénes son los candidatos y cuáles son sus posibles vínculos con la delincuencia.
¿Es posible recuperar nuestra joven democracia de la influencia criminal? Me parece que es improbable que en el corto plazo se tomen las decisiones difíciles que serían necesarias. Como están las cosas, la tentación a seguir volteando hacia el otro lado es demasiado fuerte. Sin embargo, es posible que en un futuro no muy lejano la violencia política, o el propio control criminal de los ayuntamientos, escalen a un nivel demasiado escandaloso. Cuando lleguemos a ese punto, las cúpulas partidistas, si no han sido completamente copadas por la delincuencia, buscarán establecer un acuerdo político de alto nivel, en conjunto con las autoridades electorales, para realmente blindar a los candidatos de la influencia del crimen organizado. Ahí surgirá otro problema, no menor: contar con la inteligencia que efectivamente permita identificar a los aspirantes y candidatos que van apadrinados por el crimen organizado.