López Obrador nos queda a deber mucho en materia de seguridad. En los últimos dos años hemos observado una ligera disminución de la violencia criminal. Fuera de esa modesta mejora, las cosas en su gobierno han seguido más o menos igual a como las dejó Peña Nieto; es decir, que están para llorar (con las excepciones de la extorsión y de la desaparición de personas, rubros en los que el empeoramiento es notable). Me gustaría pensar que, a partir del próximo 1 de octubre, la nueva presidenta finalmente dará un golpe de timón, y que el país tomará la ruta de la pacificación. No está fácil. Para solucionar los grandes problemas hay que tomar decisiones difíciles, políticamente costosas, y que tienen muy poco que ver con las ideas ‘taquilleras’ que vamos a escuchar en las campañas. Sin embargo, como soñar no cuesta nada, a continuación describo las decisiones que, en mi opinión, deben ser las tres prioridades que la próxima administración tendría que implementar para detonar un cambio.
Primera prioridad: un nuevo entendimiento, de largo plazo, con las Fuerzas Armadas. Dadas todas las tareas, recursos y poder que el Ejército ha concentrado en los últimos años, la relación entre la nueva presidenta y la cúpula militar será una de las cuestiones más apremiantes después de las elecciones. En este punto habrá una gran interrogante si gana Claudia Sheinbaum. Por un lado, la abanderada de Morena ha manifestado su intención de mantener al Ejército al frente de la seguridad del país. Por otro lado, son conocidas las diferencias que existen entre la plana mayor de Sedena y quien naturalmente sería su secretario de Seguridad: el actual candidato a senador por el PVEM, Omar García Harfuch. Al menos, claro, que Sheinbaum mande a García Harfuch a Segob, como también se ha especulado.
También debo reconocer que soy un tanto escéptico sobre la intención de Xóchitl Gálvez de convertir a la Guardia Nacional en una institución ‘totalmente civil’. Me parece que este planteamiento parte de una concepción errada. Mientras el crimen organizado cuente con ejércitos privados, necesitaremos que le haga frente una fuerza de carácter militar. Es decir, con equipamiento y tácticas militares (es por eso que ningún gobierno, ni de izquierda ni de derecha, ha podido hasta ahora mandar a los militares ‘a sus cuarteles’).
Lo deseable, gane quien gane, sería reconocer que el crimen organizado es una amenaza de carácter militar. A partir de ahí, se podría establecer un proyecto conjunto con las Fuerzas Armadas, de manera que el Estado mexicano cuente con una corporación nacional consolidada, dedicada al combate a las organizaciones de mayor peligrosidad, cuya existencia no se someta a discusión cada sexenio. Al mismo tiempo, sería necesario establecer límites para la intervención militar, e incentivos para que los estados y los municipios vuelvan a asumir su responsabilidad en materia de seguridad, ahí donde las circunstancias lo permitan.
Segunda prioridad: recuperar el territorio. Una vez que se ponga de acuerdo con el Ejército, la mejor señal que podría darnos la próxima presidenta sería presentar un planteamiento para recuperar aquellos territorios donde hoy los criminales son los que mandan. Que nos explique qué piensa hacer para que se terminen las extorsiones que actualmente pagan cientos de miles, si no es que millones de mexicanos. Que nos diga también qué va a pasar en aquellos municipios donde la policía claramente está coludida con los criminales, y en aquéllos donde un candidato ganó las elecciones con apoyo de un grupo criminal. Que detalle, por último, qué va a hacer para terminar con la corrupción de los elementos que patrullan las carreteras del país, que lo mismo antes con la Policía Federal, que ahora con la Guardia Nacional, son una mafia que extorsiona o solapa a los extorsionadores.
Tercera prioridad: fortalecer las fiscalías. Una de las razones del fracaso en materia de seguridad de las últimas décadas es que las autoridades, casi invariablemente, privilegian medidas tangibles y de corto plazo: reclutar elementos (llámense policías o guardias nacionales), comprar equipo, poner cámaras, realizar detenciones de alto perfil. Sin embargo, estas medidas no atienden el problema de fondo: cometer casi cualquier delito es buen negocio, porque –salvo que los detengan en flagrancia o que la víctima esté muy bien conectada– el riesgo de terminar en la cárcel es cercano a cero. Entonces, una tercera prioridad para el nuevo gobierno sería buscar la forma de romper este ciclo de impunidad. Lo anterior pasa por un replanteamiento de los presupuestos, con más recursos para aumentar las capacidades de investigación en las fiscalías. También pasa por un acuerdo nacional, con reglas claras e incentivos para corregir los vicios, hasta ahora intratables, de los sistemas de procuración de justicia en los estados.