Eduardo Guerrero Gutiérrez

Trump, ¿la gran oportunidad de Sheinbaum?

México y Estados Unidos enfrentan, a un enemigo común. Y la estela de destrucción, sufrimiento y muerte que han dejado hasta ahora los cárteles puede seguir ampliándose en los próximos años

Hasta ahora predomina la opinión de que el arribo, por segunda ocasión, de Donald Trump a la Casa Blanca, representa una amenaza para México. Que no se tentará el corazón para violar nuestra soberanía territorial cuando intente atacar a los cárteles; que el tratar a estos cárteles como terroristas arruinará prósperos mercados de nichos regionales; que las deportaciones masivas serán un lastre inatendible por las economías fronterizas del norte y sur del país, lo que generará conflictividad social; que continuar con la construcción del muro es una ofensa a la dignidad nacional, etcétera. En fin, el pronóstico compartido hasta ahora en México es que con Trump nos aguarda una pesadilla de cuatro años.

Discrepo de esta visión.

Hoy, como pocas veces en la historia moderna de México y Estados Unidos, hay coincidencias inocultables entre ellos y nosotros sobre cuál debería ser la mejor manera de proteger nuestros intereses nacionales (varios de los cuales compartimos). Hoy, como nunca, ambas naciones experimentan los estragos de haber permitido la expansión y fortalecimiento de las que son ahora las organizaciones criminales trasnacionales más extendidas y prósperas del mundo.

En México, por un lado, nos dolemos desde 2008 de una epidemia nacional de violencia que llevamos a cuestas, como Sísifo rodaba la roca –sin recompensa y sin alivio–. Esta epidemia se ha agravado y propiciado que el maltrecho Estado mexicano, además de ser incapaz de garantizar más la paz a lo largo del país, haya extraviado también el control territorial de varias regiones. De modo que la existencia misma de México, como país funcional y viable, hoy está en juego.

Estados Unidos, por otra parte, lleva varios años enfrentado la crisis de salud pública más aguda de su historia reciente, con cientos de miles de muertes por sobredosis del fentanilo que los cárteles trasnacionales (con sede en México) producen y venden en Estados Unidos. Además, el tráfico de personas (tanto mexicanas como de otros países) a Estados Unidos es uno de los negocios criminales que ha adquirido nuevo auge en los últimos años.

México y Estados Unidos enfrentan, entonces, un enemigo común. Y la estela de destrucción, sufrimiento y muerte que han dejado hasta ahora los cárteles puede seguir ampliándose en los próximos años, en tanto ambos gobiernos sigan minimizando el problema y simulando que no pasa gran cosa. Actualmente, el poder de los criminales es tal que no parece ya factible que México, por sí solo, pueda revertir el deterioro que avanza como un cáncer.

Sin embargo, durante el último año ha aparecido sorpresivamente en el escenario político un actor que en pocos días tomará posesión como presidente de Estados Unidos, y que tiene la convicción de que es indispensable lanzar una ofensiva contra los cárteles mexicanos, después de la cual ya no puedan levantarse. Es decir, la mayor potencia militar del planeta está convencida, como nunca, de que estas grandes organizaciones criminales deben ser destruidas. ¿Debería México oponerse a esta idea, a esta convicción? Por supuesto que no. Me parece que sería un error imperdonable.

Ante Trump, México debe recibir con beneplácito la propuesta de acabar con los cárteles y, después, procurar las condiciones idóneas para que esta colaboración binacional ocurra en las mejores condiciones, para que finalmente ambos países lancen de la mano una gran ofensiva que se prolongue más allá del mandato de Trump. Como bien dijo ayer la presidenta Sheinbaum, al celebrar los primeros 100 días de su administración, es importante que tal coordinación binacional se realice sin un papel subordinado de México. Si esto ocurre, como debería de ocurrir, me parece que México y Estados Unidos podrían darle la vuelta a una lucha en la que, hasta ahora, el crimen organizado ha tenido y tiene todas la de ganar.

En el diseño de la estrategia deben atenderse los intereses de ambos países. La secuencia o simultaneidad de algunas acciones debe ser de común acuerdo, así como los territorios que serán atendidos en cada una de las fases del proceso. La estrategia deberá ser integral y no sólo contemplar el uso de la fuerza, sino también acciones de política económica y social a nivel subnacional, que sincronicen con el esfuerzo militar y policial para imprimirle mayor contundencia.

Si, a pesar de los obvios obstáculos y resistencias, este gran esfuerzo de cooperación y colaboración binacional (incluso trinacional si Canadá se suma) se logra, el principio del fin habrá llegado para las principales dinastías criminales que hoy mandan en México. Sheinbaum y Trump pasarían a la historia como dos jefes de Estado que dejaron sus diferencias a un lado, para erradicar en conjunto la barbarie criminal y proteger a sus pueblos. Esta sí sería, me parece, una cuarta transformación perdurable e inobjetable.

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