Opinión Eduardo Guerrero Gutierrez

La violencia y los brazos armados

Los grupos armados no van a desaparecer fácilmente. No está ni en su lógica ni en sus posibilidades el desarmarse de forma voluntaria.

En el México contemporáneo se registra una sola experiencia verdaderamente exitosa y duradera de pacificación. Hacia 2011 la violencia alcanzó niveles inéditos en el noreste del país. Ese año, el conflicto entre Los Zetas y sus rivales se cobró alrededor de cuatro mil vidas en Coahuila, Durango, Nuevo León y Tamaulipas. Fueron los tiempos del ataque al Casino Royale y de varias 'incursiones' en las que Los Zetas terminaron por destruir o prender fuego a pueblos enteros.

En respuesta, en el verano de 2011, el gobierno lanzó la operación Lince Norte y, unos meses más tarde, la operación Escorpión. Estas operaciones no tuvieron como objetivo la captura de capos de renombre, sino dar un golpe a la estructura logística de Los Zetas. Se detuvieron a cientos de personas, y fueron incautados un alto número de inmuebles y de vehículos. Es imposible demostrarlo, pero mi sospecha es que, con estos operativos, efectivamente se privó a Los Zetas de una parte sustancial de su poder de fuego.

A partir de entonces, las cosas en el noreste empezaron a mejorar. La disminución de la violencia en esa región (junto con la disminución que de forma simultánea ocurrió en Chihuahua) explica el grueso de la reducción de los homicidios que se observó a nivel nacional entre 2012 y 2015. Es cierto que la violencia nunca se fue realmente de Tamaulipas, y que en los últimos años ha regresado a Nuevo León. Sin embargo, se ha mantenido en niveles bajos en Coahuila y Durango. Este último estado tuvo alrededor de 60 homicidios por cada 100 mil habitantes en 2011; el año pasado la tasa fue de menos de 10 homicidios por cada 100 mil habitantes, mucho menor a la registrada en la Ciudad de México.

Llevar a cabo ataques e incursiones a lo largo del inmenso territorio de Durango implicaba para Los Zetas y sus rivales contar con una enorme estructura. La violencia es como cualquier otra actividad económica. Para producirla, hay que tener recursos humanos, materiales (sobre todo vehículos y armas) y financieros. Contar con un ejército privado o brazo armado –como el que tenían Los Zetas, o como los que todavía tienen el Mencho, el Marro, o los herederos de El Chapo– toma su tiempo. También implica que hubo una actividad ilegal 'primigenia', que fue terriblemente rentable y que permitió financiar dicho ejército. Por lo mismo, si un brazo armado se desarticula, no hay nada que garantice que surgirá uno nuevo en su lugar. Todavía hay gavillas de sicarios, algunas ligadas a El Mayo Zambada, que, de vez en vez, generan violencia en Durango. Sin embargo, son apenas una pálida sombra de los comandos armados que en su momento tuvieron Los Zetas.

Un brazo armado puede, con ciertos límites, desplazarse a nuevos territorios. En la cúspide de su poder, Los Zetas incursionaron por una veintena de estados. Es probable que, después de las operaciones Lince Norte y Escorpión, y de la posterior fragmentación de la organización, las células armadas que quedaron decidieran concentrarse en los territorios verdaderamente estratégicos para el tráfico trasnacional de drogas (es decir, los cruces fronterizos entre Tamaulipas y Texas).

De 2015 a 2018 el número nacional de homicidios aumentó de forma acelerada. En buena medida, la nueva crisis de violencia, en la que seguimos inmersos, es el resultado de un mero descuido. Hacia 2012 ya había claros signos de que el crimen organizado había encontrado en el robo de combustible un nuevo negocio, y que dicha actividad iba a ser terriblemente letal. Mientras la violencia amainaba en el noreste del país, los homicidios comenzaron a subir de forma inquietante en Guanajuato y en Puebla. Sin embargo, el gobierno de Peña Nieto no hizo gran cosa. Los huachicoleros armaron sus propios ejércitos privados y el CJNG decidió entrarle al negocio.

Estos brazos armados no van a desaparecer fácilmente. No está ni en su lógica ni en sus posibilidades el desarmarse de forma voluntaria. Incluso, si sus patrones originales son detenidos, o si la fuente original de financiamiento que los creó se agota, los brazos armados pueden generar sus propios ingresos, por medio del cobro de derecho de piso. Es un fenómeno que hemos visto una y otra vez (de forma reciente, en la ola de extorsiones a negocios en Celaya, Irapuato y Salamanca, que posiblemente compense la caída en el robo de combustible). Los brazos armados tampoco se están quietos. En los territorios donde no tienen rivales de peso, no necesariamente hay una crisis de homicidios, pero puede haber, en cambio, condiciones de constante hostigamiento a la población (como ocurría en Michoacán en tiempos de Los Caballeros Templarios).

En resumen, la violencia en México es un fenómeno masivo, que sólo es viable porque existe una enorme estructura económica dedicada a producirla: los brazos armados. Sólo podremos entender la violencia, y pensar en mecanismos eficaces para contenerla, en la medida en la que tengamos una mejor comprensión de las variables y los mecanismos que inhiben o propician: 1) la formación de nuevos brazos armados; 2) el desplazamiento de brazos armados a nuevos territorios; y 3) el desmantelamiento de los brazos armados en operación.

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