Universidad Iberoamericana de Puebla, Puebla contra la Corrupción e Impunidad.
En las últimas décadas construimos una serie de instituciones que apuntalaron nuestra democracia. A los tres poderes del Estado tradicionales, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, se le agregaron diversos organismos constitucionalmente autónomos para frenar abusos de poder, tanto del sector público como del privado, para beneficio de los ciudadanos. Estos órganos fueron creándose paulatinamente para atender problemáticas específicas en donde se requería mucha mayor credibilidad pública. El ejemplo más conspicuo fue el Instituto Federal Electoral, que le arrebató al gobierno el ser árbitro en los procesos electorales.
Pero a éste se sumaron varios más, todos importantes, como fue la autonomía constitucional del Banco de México otorgada a principios de los años noventa. Ello resultaba imprescindible por los excesos que cometió el Ejecutivo en otros años al exigirle al Banco Central emitir billetes para pagar por el gasto público con la comparsa del Legislativo. Se requería dar certidumbre y confianza en el país. Por eso se le otorgó su autonomía. Ésta, sin embargo, no fue suficiente para evitar la crisis de 1994-1995.
También se agregó el Instituto Nacional de Acceso a la Información en la primera década del siglo XXI para garantizar que cualquier ciudadano tuviera acceso a la información de las entidades y poderes del gobierno, mismos que siempre tienen mucho recelo de resguardar (por no decir ocultar a la ciudadanía). Lo mismo ocurrió con la Comisión Federal de Competencia, para combatir los monopolios que están prohibidos en la Constitución, o el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (Coneval) para que pudiera emitir sus evaluaciones y mediciones independientes del propio gobierno. Y desde luego, el Inegi, para que la producción de información no estuviera regida por sesgos políticos o de cualquier índole. Lamentablemente el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación desapareció al inicio del sexenio como víctima directa de la ‘contrarreforma’ educativa, privándonos de información y análisis más confiable de los resultados del sistema educativo nacional. También es de lamentar la pérdida para la ciudadanía de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de la Comisión Nacional de Hidrocarburos y de la Comisión Reguladora de Energía, entidades que protegían los intereses de los ciudadanos y contribuían a regular el mercado energético y nuestra riqueza petrolera. La cooptación de sus cuerpos de gobierno las volvieron instrumentos del Ejecutivo, no de los ciudadanos.
Desde el inicio de su mandato, pero especialmente en los últimos meses, el presidente López Obrador se ha empeñado en quitarnos algunos de estos órganos autónomos, argumentando que son costosos, que sus decisiones han sido ‘antidemocráticas’, y que por tanto hay que remover a los integrantes de sus órganos de gobierno. El último de esos embates fue ayer, a un subgobernador del Banco de México, denostándolo por el simple hecho de que le hizo ver al presidente que su intención de usar la reserva internacional del Banco de México para pagar deuda pública simplemente no era posible. Independientemente de la ignorancia del presidente (pues el Banco no lo puede hacer legalmente), y de que Gerardo Esquivel fue nominado a la Junta de Gobierno del Banco por el propio López Obrador y quien era parte de su gobierno al inicio de su gestión (subsecretario de Hacienda) y por tanto una persona muy cercana a él y a su gobierno, es que no alcanza a distinguir, o más bien prefiere no ver, que los órganos autónomos son (y siempre deberían ser) precisamente eso, AUTÓNOMOS del Poder Ejecutivo. Y más en el caso del Banco de México, su autonomía es sinónimo de confianza y estabilidad. El presidente no debe meterse con él pues afecta directamente la economía. No alcanza a ver que este tipo de afirmaciones lo único que hacen es introducir más incertidumbre en los mercados financieros y tienden a debilitar nuestro Estado de derecho. No alcanza a ver, o si lo ve no le importa, el daño que le causa al país.
Lo ciega su hambre de poder, su creencia de que el Estado es él y que está por encima de la ley, su convicción de que posee toda la verdad, y que puede hacer con el dinero y recursos de todos los mexicanos lo que le venga en gana. No importa si lo que cuesta son cientos de miles de vidas (como en la pandemia), cientos de miles de empresas y negocios cerrados, o millones de mexicanos que siguen pobres o que caen en la pobreza, que no tienen ingreso suficiente para comer y se quedan sin acceso a la salud. Las personas y su bienestar le importan poco… o nada.