La frase del presidente José López Portillo “presidente que devalúa, se devalúa” describió una decisión de política económica que intentó mantener hasta el final de su sexenio: sostener el tipo de cambio estable a como diera lugar, costara lo que costara. No lo consiguió, pero su terquedad le costo muchísimo al país. Se acumuló la sobrevaluación del peso que lo hizo “superfuerte” frente al dólar y otras monedas extranjeras, incentivó con ello la adquisición de bienes y servicios importados (la gente vacacionaba en el extranjero más que en México), lo que aumentó el déficit en la balanza de pagos y, finalmente, las reservas internacionales prácticamente se agotaron. En ese momento, en marzo de 1982, no le quedó más remedio a López Portillo que devaluar el peso, que pasó de 25 a 47 pesos por dólar en un solo día. El presidente siguió obstinado con devaluar lo menos posible el peso y para ello siguió endeudando al país, cada vez a tasas de interés más elevadas. En agosto de 1982, el gobierno decretó que los depósitos en dólares que la gente tenía en los bancos mexicanos se volverían depósitos en pesos, valuados a un tipo de cambio menor que el de mercado. Quince días después estalló la crisis de la deuda externa. El secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog, viajó a Washington para decirle a los acreedores “Debo no niego, pago no tengo”. Días después, el 1 de septiembre, López Portillo decretó el control generalizado de cambios y la estatización de la banca. Su política de mantener el tipo de cambio a cualquier precio fracasó, y con un enorme costo para el país.
El presidente López Obrador tiene la misma obsesión con la estabilidad del tipo de cambio. Con frecuencia ha aludido a la estabilidad del peso como un logro de su gobierno. Apenas el martes pasado, cuando le inquirieron en la mañanera sobre el rechazo del secretario de la Sedena a comparecer ante el Congreso de la Unión, López Obrador dijo que aquello “no era nota”, y que los medios deberían de fijarse en que el peso mexicano era una de las monedas más estables del mundo.
Más allá de declaraciones, la política económica del presidente ha sido ajustar las finanzas públicas para asegurar un déficit relativamente bajo y sostener el tipo de cambio, al tiempo de subsidiar la gasolina para que su precio aumente lo menos posible e inyectarle recursos extraordinarios a Pemex, a CFE y a los proyectos emblemáticos. Con ese fin ha utilizado todos los ahorros y los fondos de los fideicomisos acumulados por varios años, y no ha dudado en disminuir el gasto en todas las demás áreas, salvo las Fuerzas Armadas, para ajustar el presupuesto y mantener el valor del peso. No le ha importado dejar sin vacunas a los niños y niñas, sin medicamentos a la población, sin escuelas de tiempo completo, sin inversión en infraestructura y mantenimiento, y un largo etcétera. Y cuando le han faltado recursos, ya habiendo reducido los presupuestos de prácticamente todas las entidades públicas, ha optado por aumentar la deuda para completar.
Tenemos nubarrones y se aproximan tormentas sobre nuestra economía y las finanzas públicas: los ingresos no podrán aumentar significativamente en 2023 pues está declarada la recesión internacional que mermará la recaudación fiscal de México. Pero mientras los ingresos públicos crecen poco o nada (además de que están sobreestimados en la Ley de Ingresos), los egresos crecen ineludiblemente por varios motivos: montos crecientes de las pensiones y del pago del servicio de la deuda pública al aumentar la tasa de interés, así como los fondos crecientes destinados a las obras emblemáticas, a Pemex y a la CFE, y a programas clientelares. Estos gastos adicionales estrecharán el margen de maniobra del gobierno y reducirán los recursos para financiar la seguridad, educación, salud, medio ambiente, y toda la operación del Estado. Y si ya no pueden reducir más los gastos, entonces el único recurso que le queda al gobierno es aumentar la deuda. Y justo eso es lo que ya empezamos a ver en la Ley de Ingresos para 2023: un aumento del endeudamiento adicional de 1.2 billones de pesos, 32 por ciento más que el año pasado.
La economía está prendida con alfileres ¿Logrará López Obrador postergar el estallamiento de la crisis fiscal hasta que deje la presidencia en octubre de 2024 como lo intentó sin éxito López Portillo (y Salinas)? O tendrá que renunciar a algunos de sus objetivos que son sagrados para él: un tipo de cambio estable, ganar a como de lugar las elecciones, y buscar la supervivencia de Pemex y la CFE para intentar, a un altísimo costo, la “autosuficiencia” energética del país.