En mi columna de hace dos semanas escribí sobre la decisión de la presidenta Sheinbaum de hacer constitucionales las leyes que eran inconstitucionales, simplemente haciendo un cambio a la Constitución. Y si acaso aquella ley era declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), simplemente no lo acataría.
En solo dos semanas, el asunto ha empeorado radicalmente. La aplanadora de Morena y sus aliados en el Congreso han dispuesto que, si algo se le atora a la presidenta en sus ideas o planes para el país, cambiará la Constitución y nadie, ni la Suprema Corte, podrá decir nada al respecto. Tal cual, nadie podrá decir nada al respecto.
La presidenta Claudia Sheinbaum ya tiene la supremacía absoluta, o sea, la posibilidad de estar por encima de los demás poderes del Estado y cambiar la Constitución, y por tanto nuestro régimen político y los principios que nos han regido por más de 150 años.
Hoy, sin ningún recato, el Congreso podrá decidir en una semana que se establece la pena de muerte por maldecir a la presidenta, o que a partir de 2030 puede haber reelección presidencial indefinida, o que el idioma mandarín se convierte en oficial y sustituye al español, o cualquier otra barbaridad que se les ocurra.
Por ejemplo, eliminar el Instituto Nacional de Acceso a la Información o la Comisión Federal de Competencia, o el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social, a pesar de que protegen los intereses de los ciudadanos. O también la persona que esté al mando del Ejecutivo podrá quitarle su autonomía y convertir al INEGI en un órgano adscrito a la Secretaría de Gobernación para controlar las cifras de pobreza, inflación y la tasa de mortalidad materna, o incluso prohibir el uso de la inteligencia artificial o los autos eléctricos.
También se les puede ocurrir cambiar la Constitución para nombrar por elección “popular” a los consejeros del INE (ya lo acaban de hacer con los magistrados del Tribunal Electoral, que serán electos en 2027), previa selección de los contendientes por parte de Morena, para que reine la democracia de manera indefinida, o bien que los militares se vuelvan hoteleros, dueños de líneas aéreas o distribuidores de favores a la población en nombre del tlatoani.
Ay, perdón, esto último ya lo hicieron al modificar el artículo 129 de la Constitución (que no se había reformado desde la Constitución de 1857 y cuya redacción se repitió en la Carta Magna de 1917) el pasado 30 de septiembre. Antes, ‘en tiempos de paz, ninguna autoridad militar podía ejercer más funciones que las que tenían exacta conexión con la disciplina militar’, mientras que ahora pueden participar en cualquier actividad civil que se le ocurra a la presidenta, como se le ocurrió a López Obrador el sexenio pasado. La razón era, y debiera seguir siendo, limitar la injerencia y posible preeminencia del poder militar sobre el poder civil.
Ya existe entonces la supremacía de Morena, y sus miembros más prominentes en funciones son la presidenta Claudia Sheinbaum y Andrés López Beltrán, hijo de Andrés Manuel López Obrador y quien es el secretario de Organización del partido.
Gracias a la mayoría de votos en las urnas con un abrumador 54% de la población, que la alquimia morenista convirtió en una mayoría calificada valiéndose de la típica de “plata o plomo” a senadores de otros partidos para pasarse a Morena, hemos transitado, en unas cuantas semanas, de un régimen medianamente democrático a un régimen donde en los hechos hay un solo poder.
Todo está concentrado en una sola persona que manda en todos los ámbitos, mientras que los ciudadanos debemos agachar la cabeza pues, en la práctica, no hay manera de defender nuestros derechos. Todos los medios jurídicos para la defensa de nuestros derechos han quedado severamente erosionados y son casi inexistentes. Todo esto ya sucedió, no es una posibilidad, ni siquiera una amenaza. Es una realidad, y a ver lo que viene.