Enrique Cardenas

Las cosas por su nombre

México ha dejado de ser una democracia, como lo había intentado ser en los últimos 30 años, y se asoma en el horizonte un régimen totalitario. Es la cruda y triste realidad.

Es interesante señalar que todavía haya muchas personas en los medios y en conversaciones diversas que se refieren a nuestro actual régimen político como una democracia, o por lo menos una democracia erosionada, o quizás una democracia en declive, pero democracia al fin. Otros hablan de que las “nuevas” democracias son centralizadoras del poder y nacionalistas, como la mexicana en nuestros días, pero siguen siendo democracias. Incluso la presidenta Sheinbaum afirma que tenemos la “mejor democracia del mundo” porque se va a elegir por voto popular a los jueces y magistrados. Mientras haya elecciones, no importa sus condiciones, hay democracia, dicen.

Todavía hay pocas personas que llaman a nuestro régimen político en lo que realmente se ha convertido con las reformas constitucionales y las actuaciones de las autoridades electorales. Hoy tenemos en México un régimen que está en proceso de controlar los tres poderes bajo un mismo signo, tal como quedó plasmado en la reforma por la supremacía constitucional del Poder Legislativo sobre el Poder Judicial. Un régimen en donde prevalece la cooptación de las autoridades y árbitros del sistema electoral, como ha quedado de manifiesto en los hechos al otorgarle una mayoría calificada a quienes sólo obtuvieron el 54% de los votos. El nuestro es un régimen que cuenta con el apoyo de las Fuerzas Armadas “por haber sido electas legalmente”, aunque en realidad está clara la entrega de poder y de dinero a sus élites sin recato alguno, sin manera de vigilar sus actuaciones ni de obligarlas a sujetarse a la ley y a los controles democráticos. Es decir, nuestro actual régimen, posterior a las reformas del llamado Plan B, no garantiza elecciones medianamente limpias y no tiene instituciones autónomas garantes de nuestros derechos humanos fundamentales; y las que aún existen, como la Comisión Nacional de Derechos Humanos y el INEGI, son también un apéndice del Poder Ejecutivo.

Nuestro régimen político ya no es una democracia ni puede nombrarse como tal. No existe, como tampoco existe en China, Rusia o Venezuela. Lo dijo con toda claridad el expresidente Ernesto Zedillo hace unos días en el ITAM. México ha dejado de ser una democracia para volverse una autocracia y tiende a ser una tiranía. Es muy doloroso decirlo y mucho más aceptarlo, pero es la realidad. Hay quienes se pueden alarmar con estas palabras, quienes prefieren voltear al otro lado y pretender que todo sigue igual, o que el viejo PRI tampoco era una democracia y, por tanto, ¿qué nos extraña? Y también proliferan los acólitos del régimen, quienes intentan tachar a Zedillo y a otros que lo han expresado de traidores o malos mexicanos, ardidos y yo qué sé. Ni modo. A las cosas hay que llamarlas por su nombre, y en este caso México ha dejado de ser una democracia, como lo había intentado ser en los últimos 30 años, y se asoma en el horizonte un régimen totalitario. Es la cruda y triste realidad.

Hoy ya no tenemos certeza de unas elecciones medianamente limpias (sin referirme a la del 2024, que fue una verdadera elección de Estado). Más bien estamos seguros de que el poder hará todo lo que tenga que hacer para asegurar su triunfo electoral y poder gritar a los cuatro vientos, como Nicolás Maduro lo ha hecho en Venezuela, que “el pueblo ha vuelto a elegir el régimen preocupado por los pobres”, que ha elegido al régimen “progresista” que representa. Que los opositores son realmente traidores a la patria, que están siendo manipulados por intereses inconfesables. Y cuando surjan las protestas, al régimen no le temblará la mano para usar el aparato del Estado y perseguir opositores, con el respaldo de las Fuerzas Armadas si fuera necesario.

También es cierto que a la gente no le interesa la democracia como tal. A juzgar por los resultados electorales y los datos del último reporte del Latinobarómetro, por lo menos el 50% de la población no ve bien la democracia en México (aunque según esa fuente la democracia ha ganado adeptos en los últimos años). La percibe muy desprestigiada y que no ha cumplido, que la pobreza no cede, que la desigualdad empeora día a día. Que finalmente alguien sí volteó a ver a los pobres, los excluidos, y que las becas y ayudas que el gobierno de la 4T les reparte son apenas una pequeña respuesta a los agravios de años. Y si eso implica un Poder Ejecutivo centralizado, sin contrapesos, que gobierne “en nombre del pueblo”, que sea bienvenido siempre y cuando mantenga los apoyos gratuitos y el dinero que regalan.

La democracia parece importarle poco a mucha gente, y eso lo sabe el régimen. Decir que México ya no es democrático y se acerca a la tiranía e incluso al fascismo, todavía está mal visto (¡Qué bueno!). Por eso las reacciones virulentas contra quienes lo han afirmado. A las cosas por su nombre y, como mencionó Mauricio Merino en su última columna, “quizás sabremos que llegamos al fascismo cuando ya no sea posible ni decirlo”.

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