¿Recuerda usted la campaña de 2018?
En buena parte de ella, Andrés Manuel López Obrador se portó como un político moderado. Si bien, como en toda contienda política, confrontó a sus adversarios, sobre todo en los debates, buscó tejer alianzas con muy diversos sectores de la sociedad, incluso aquellos que en el pasado habían estado distantes de él.
De vez en vez, le salía esa vocación mesiánica que al paso del tiempo hemos apreciado tan claramente, pero era en contadas ocasiones.
Se trataba de un político muy diferente al de la campaña de 2006.
Doce años atrás se había mostrado agresivo, radical, incluso pendenciero y con la seguridad de que iba a ganar. Recuerde que desairó entonces el primer debate de candidatos presidenciales porque tenía la seguridad de que no necesitaba debatir, lo que le pegó en las preferencias de los electores.
Con la certeza del triunfo, entonces no consideró necesario acercarse a los que no eran sus partidarios.
Tiró por la borda una ventaja suficiente para haber obtenido una cómoda victoria luego de que su principal publicista, Vicente Fox, lo catapultó a las alturas con el desafuero.
Pero, regresemos al presente.
Se supone que, como presidente de la República, no participaría en la campaña de 2021.
Pero, la realidad es que AMLO siempre supo que Morena sería incapaz de caminar por su propio pie.
Como muchas veces se ha dicho, lo único que cohesiona a Morena es el liderazgo de López Obrador y la percepción de muchos políticos de múltiples procedencias, de que solo a través de ese movimiento se podría aspirar a llegar al poder, trátese de una modesta regiduría o la Presidencia de la República.
Por esa razón era estratégico para AMLO –como le hemos contado– estar presente en la elección de la manera más explícita posible.
Al final, no se logró hacer coincidir la consulta respecto a la revocación de mandato ni tampoco la consulta popular sobre “los actores políticos del pasado”.
Por lo mismo, el presidente sabía que la única manera de hacerse presente en el proceso electoral era –parece obviedad– interviniendo en él.
Ese hecho, que lo hace violentar las reglas, lo acerca más a la campaña de 2006 que a la de 2018, aunque ahora no exista la creencia en el triunfo seguro.
En términos generales –hay excepciones– al elector mexicano no le gustan los políticos que están en pleito permanente. Les tienen desconfianza.
Aunque la popularidad de López Obrador sigue siendo alta dadas las circunstancias que el país ha vivido, el hecho es que bajó 26 puntos entre febrero de 2019 y abril de 2021.
Una parte puede ser por el desgaste natural del ejercicio del poder, pero otra es por el estilo personal del presidente.
Tenía –¿acaso tiene?– la posibilidad de que en las elecciones de medio término apareciera el político carismático que impactó a una parte muy importante del electorado en 2018, y con ello condujera a Morena, ese movimiento mayormente amorfo, a consolidarse.
Hasta ahora, por el contrario, ha aparecido el político rijoso y doctrinario que conocimos en 2006.
Uno de los factores que ha influido en ello es la depuración del equipo.
Gradualmente se han ido alejando, o al menos han perdido ascendencia, aquellos colaboradores y amigos que tenían discrepancias con el presidente y que contaban con la confianza para poder expresárselas.
Han sido excluidos del círculo cercano quienes se atreven a disentir. En los corredores de Palacio ya no se escuchan voces diversas. Tan solo quedan los ecos de lo que dice el presidente.
Ahora, la interrogante que existe es lo que sucedería si los resultados del 6 de junio no son los deseados por él.
Ahora no hay margen para la “presidencia legítima” ni para un plantón en el Paseo de la Reforma.
A veces asustan las opciones que entonces se plantearían.
O –la esperanza es lo último que muere– quizás pudiera aparecer de nuevo el político pragmático que logró atraer incluso a quienes no eran sus partidarios.
Veremos.