El pasado 28 de octubre escribí un artículo con ese título. Han ocurrido hechos que nos obligan a plantear una segunda parte.
En diferentes momentos de nuestra historia los movimientos de estudiantes y académicos han sacudido las estructuras económicas y políticas del país.
El caso más claro ocurrió en 1968, cuando una auténtica rebelión estudiantil dio comienzo a un proceso de cambio político que tras muchos años condujo finalmente a la alternancia en el Poder Ejecutivo y a la construcción de un sistema democrático en México.
Se trató de un movimiento realizado por clases medias urbanas en México. Fueron jóvenes insatisfechos con la estructura política prevaleciente quienes condujeron a cambios profundos en México.
Se trató de lo que hoy el presidente de la República hubiera calificado como ‘aspiracionistas’, es decir, personas deseosas de tener un mejor nivel de vida, así como un país más acorde con sus valores.
El Estado mexicano entonces seguía siendo virtualmente de un partido único, con un remedo de elecciones y procesos democráticos, y con un control centralizado en la figura del presidente de la República.
No siempre los movimientos estudiantiles comienzan con un programa de acción definido. Por ejemplo, en 1968 todo comenzó por un pleito entre estudiantes de educación media superior que fueron reprimidos furiosamente por el cuerpo de granaderos.
Las protestas en contra de la brutalidad policiaca encendieron un movimiento social que trascendió este planteamiento inicial.
Hoy, el descontento estudiantil ha surgido en una institución pequeña pero influyente: el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).
Pero el ataque desde el Poder Ejecutivo no se ha limitado a ese centro.
El presidente de la República ha expresado que aun la mayor de las instituciones públicas de educación superior, la UNAM, se ha ‘aburguesado’ y se ha alejado de lo que él denomina el pueblo.
Los intentos de mitigar el descontento en el caso del CIDE, incluso el diálogo sostenido el día de ayer entre autoridades y estudiantes, han fracasado, fundamentalmente por la torpeza de quienes detonaron el conflicto, la directora del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, y el designado director de la institución, José Antonio Romero Tellaeche.
No digo que este caso vaya a encender un movimiento estudiantil de las proporciones que tuvo el de 1968.
Lo único que señalo es que, al igual que en aquel entonces, un problema que pudo resolverse de manera sencilla se está dejando crecer y puede convertirse en algo que adquiera proporciones mayores.
El camino para solucionar el problema es muy sencillo: reponer el proceso de designación del director general y abrirse al diálogo con los estudiantes y académicos.
Sin embargo, la obstinación en que se trata de un grupo de clasemedieros privilegiados, neoliberales y ‘aspiraconistas’ y que por lo tanto no hay que transigir con ellos, puede conducir a una circunstancia incendiaria.
En 1968 no se quiso ceder a los sencillos reclamos de los estudiantes al comenzar el conflicto invocando el principio de autoridad.
Se iba a sentar un grave precedente si el Estado cedía a presiones estudiantiles y destituía al jefe del cuerpo de granaderos y reformaba las instituciones policiacas capitalinas.
Hoy tampoco se quiere ceder porque implicaría dar un paso atrás en la reforma de una institución que no gusta al presidente de la República.
Se ha dicho esas ocasiones que el caso del CIDE es un laboratorio. Que el gobierno federal está calibrando la posibilidad de descabezar a las instituciones académicas que considera que generan corrientes opositoras.
Si se tratara de eso, el gobierno está a tiempo de concluir que el experimento salió mal y que hay que desechar el intento de cambiar a las instituciones públicas a nivel universitario.
Si lo que domina es la obstinación por imponer una vez más el principio de autoridad, puede haber consecuencias impredecibles para el país.