Pocas instituciones públicas en México tienen la trascendencia del INEGI.
Se trata de la institución que por ley hace las mediciones que permiten conocer tanto al país como a los mexicanos; a evaluar sus políticas públicas. A decirnos cómo vamos en todos los aspectos.
No es concebible el México moderno sin el INEGI como institución constitucionalmente autónoma.
El Instituto tiene una larga tradición. Su antecedente más antiguo es la Dirección General de Estadística de la entonces Secretaría de Fomento, que fue formada en 1882.
En su fundación en 1983, a cargo de Pedro Aspe, integró a las direcciones que se dedicaban a la geografía, a la política informática y a la integración y el análisis de la información.
A diferencia de otras dependencias públicas, el INEGI hizo lo que pretendió AMLO en su sexenio, pero más de 30 años antes: dejó la Ciudad de México y desde 1985 tomó Aguascalientes como sede.
Aunque por muchos años el INEGI acreditó su autonomía y solvencia, en 2008 hubo una reforma que aseguró constitucionalmente esa autonomía, para garantizar su credibilidad plena.
En otras palabras, se aseguró quitarle la tentación a cualquier gobierno de dar órdenes al Instituto.
Hubo mucho trabajo sistemático de los sucesivos presidentes de la institución: Rogelio Montemayor; destacadamente Carlos Jarque, quien lo encabezó por poco más de 10 años; Antonio Puig; Gilberto Calvillo; Eduardo Sojo, quien estuvo cerca de siete años al frente y Julio Santaella, que este diciembre cumple seis años.
Su actual presidente consolidó la credibilidad del Instituto y desarrolló toda una serie de proyectos innovadores.
Por ejemplo, desde que llegó a la presidencia de la República, López Obrador ha mostrado su inquietud por contar con una medida del bienestar, diferente a la del PIB, pues el INEGI ya calcula desde hace años el “bienestar subjetivo autorreportado”, que por cierto ayer dio a conocer. Comenzó con pruebas piloto desde 2012, en los tiempos de Eduardo Sojo; en 2014 ya lo presentó como estadística experimental y ayer se dio a conocer como dato oficial y con cortes estatales.
Nada menos “neoliberal” que esa estadística. De ella le comento próximamente.
Julio Santaella ha tenido la capacidad de dar continuidad a proyectos, generar nuevos, liderar equipos y garantizar la credibilidad, autonomía e independencia del Instituto, para colocarlo como una de las referencias mundiales en información estadística y geográfica.
Moverlo porque viene de los años en los que estuvieron gobiernos que no gustan a López Obrador sería dilapidar una fuerza institucional que tiene el Estado mexicano.
Obviamente nadie es insustituible, pero hay personas cuya sustitución tendría un costo muy grande e implica un enorme desperdicio de esfuerzos y conocimientos.
Ojalá que el hecho de que no hayamos tenido noticia de alguien para sustituir a Santaella implique que el presidente de la República tiene el propósito de ratificarlo.
López Obrador ha hecho tres nombramientos en la Junta de Gobierno del INEGI. En 2019 nombró a Adrián Franco y Enrique Ordaz. Y en diciembre de 2020 a Graciela Márquez. Todos ellos, profesionales de excelencia, que fueron ratificados de modo muy amplio por la Comisión Permanente o por el Senado.
Si no se quedara Santaella, la mejor opción sería Graciela Márquez.
El peor escenario sería aquel en el que se nos reservara alguna sorpresa y AMLO propusiera a alguien cercano ideológicamente a él en un puesto en el que la actividad es fundamentalmente técnica.