Voy a ser políticamente incorrecto.
La opinión de los ciudadanos respecto a la reforma electoral, recogida por cualquier ejercicio demoscópico, sea encuesta o cualquier otro método, no puede ser el criterio que defina si una iniciativa de reforma legal se hace efectiva o no.
Permítame ponerle un ejemplo muy claro.
Si usted le pregunta a la gente si desea no pagar impuestos, puedo asegurarle que en una consulta de esa naturaleza, va a encontrar un 90 por ciento o más de respuestas favorables. Y no por ello va a decir que se cancelan los impuestos.
De hecho, los legisladores entendieron de manera clara este hecho y en la reforma constitucional que reguló las consultas populares se establecieron exclusiones claras en la materia.
El artículo 35 constitucional excluye explícitamente la materia electoral de los temas que pueden ser sujetos a consultas populares. Y la ley reglamentaria lo hace también en su artículo 11 fracción IV.
Si usted le pregunta a los ciudadanos si desean que el sistema electoral mexicano sea más barato, no tenga duda, le van a decir que sí.
Si usted pregunta a la gente si quiere ser ella la que defina quiénes serán los consejeros del INE o los magistrados del Tribunal Electoral, también le van a decir lo mismo, sin que por ello, eso sea lo correcto.
Por esa razón resulta una falacia la discusión que se está dando en torno a la encuesta que realizó una firma encuestadora a petición del Instituto Nacional Electoral en el mes de septiembre.
A lo sumo, esa opinión es un insumo para la discusión, no más que eso.
Sin embargo, en el contexto de una batalla política por la cual el gobierno quiere cambiar completamente la naturaleza del árbitro y de las autoridades electorales, ese resultado fue pertinente para dar armas y cuestionar al INE.
Pero, más allá de lo que digan las encuestas, la pelota está en la cancha de los legisladores.
Hasta este momento, y subrayo, sólo hasta este momento, toda la oposición está en contra del planteamiento enviado por el presidente de la República, particularmente en lo que toca a los procedimientos de designación de consejeros y magistrados; la conformación de las cámaras de Diputados y Senadores, y el financiamiento a los partidos políticos.
Lo que la estrategia gubernamental pretende, sin embargo, es crear un clima de opinión pública que le permita a algunos legisladores priistas argumentar al interior de su partido la conveniencia de sumarse a la propuesta de Morena.
No dudo que en la Cámara de Diputados esto pudiera ser factible.
Veo mucho más complicado que se pudiera configurar una mayoría calificada sumando a senadores priistas, como ocurrió con el tema de la extensión del plazo para que las Fuerzas Armadas realicen acciones de seguridad pública.
El PRI, o por lo menos buena parte de los senadores de ese partido, saben que abrir la puerta a esta reforma constitucional probablemente implique enterrar para siempre a su partido.
La visión que tienen muchos priistas es que, al margen de lo que resulte en el proceso electoral del 2024, tiene que preservarse la estructura de su partido con objeto de poder reconstruirse en el futuro para aspirar a conquistar posiciones de gobierno tanto a nivel local como aspirar a posiciones federales.
Si se pone de nueva cuenta a la cola de Morena, sería el último clavo a su ataúd.
Para la 4T es muy relevante ajustar la autoridad electoral antes de la elección del 2024.
Su óptimo es hacer la reforma constitucional. Pero, si no se puede efectuar, no dude usted que seguirán la estrategia de tratar de controlar al INE mediante el manejo presupuestal en la Cámara de Diputados; cambios en leyes secundarias que no requieren la mayoría calificada, y de manera destacada, la conformación del Consejo General del INE, sea a través de los nombramientos de consejeros proclives a Morena o de una estrategia para no renovar los cuatro asientos que quedarán vacantes a partir de abril del 2023.
No es una exageración, con el futuro del INE se juega el futuro de la democracia mexicana.