En julio de 2021 Pedro Castillo ganó la presidencia de Perú en una segunda vuelta en la que obtuvo 8.83 millones de votos frente a los 8.79 millones de Keiko Fujimori.
Los 44 mil 263 de ventaja con los que ganó son equivalentes a 0.25 por ciento de la votación total.
Ese resultado dibujó a un país partido en dos.
Hay líderes políticos que han llegado a encabezar gobiernos con una población dividida y han logrado construir mayorías claras sobre la base de los resultados de su gestión en el poder.
Pedro Castillo solo acentuó la división.
Hay particularidades del diseño de las instituciones políticas de Perú que hacen muy frágil la figura presidencial, como ya se ha visto desde hace varios años.
De julio de 2016 a la fecha, con el nombramiento de Dina Boluarte, Perú lleva seis presidentes. Han durado en promedio un año y un mes cada uno de ellos.
Pero más allá de esas particularidades, una lección que sin duda aparece en el caso de Castillo es que, en una sociedad polarizada, si no se construye un proyecto que aglutine a la población, el riesgo de fractura es elevado.
El presidente López Obrador llegó al poder con un electorado que no estaba polarizado.
Obtuvo su triunfo con 54.7 por ciento de los votos válidos, el mayor porcentaje obtenido desde que existen autoridades electorales independientes en México.
De acuerdo con la mayoría de las encuestas, el porcentaje de personas que aprobaba su gestión en los primeros meses de 2019 rebasaba 80 por ciento.
AMLO parecía construir un gobierno que no iba a polarizar a la sociedad sino a construir una gran mayoría en torno a él.
Como le hemos referido varias ocasiones en este espacio, en las elecciones federales de 2021, el porcentaje de votantes que se inclinó por los partidos que forman parte de la coalición que respaldó a AMLO sumó el 44.6 por ciento de los votos válidos emitidos.
Los partidos abiertamente opositores al gobierno de López Obrador alcanzaron 48.6 por ciento en conjunto.
Hoy, las encuestas parecieran indicar que Morena tiene una ventaja amplia frente a los otros partidos.
Si el PRI, PAN y PRD van juntos con un solo candidato, lo más probable es que las diferencias sean menores. Si se sumara Movimiento Ciudadano, tendríamos claramente un electorado partido en dos.
A diferencia de lo que sucedió en 2018, los aspirantes de Morena no tienen ni lejanamente el carisma de AMLO. Y será casi imposible que lleguen con el mismo nivel de respaldo.
Ese hecho prefigura una etapa en la que la sociedad mexicana va a quedar dividida en dos.
Si, quien llegue al poder, independientemente de la fuerza política de la que provenga, tiene un discurso que atice las diferencias y la polarización, como ha sucedido durante el sexenio de AMLO, nos espera una etapa de inestabilidad política en México, máxime si se debilita al árbitro electoral, como es la intención del presidente y de Morena.
Se va a requerir un cambio de narrativa, de discurso y de políticas para orientarse a construir consensos.
En México no tenemos instituciones políticas tan frágiles como las que tienen en Perú.
Pero la polarización de la sociedad puede erosionar a organismos que incluso parecen robustos.
Un candidato o candidata de la 4T, con un discurso que insista en el tema de la oposición de los liberales y los conservadores, de los corruptos y los honestos, puede generar rechazo de una sociedad que poco a poco va entendiendo el riesgo de estar en los extremos.
Un candidato opositor que no valore la importancia de las políticas sociales orientadas a combatir la pobreza y la desigualdad, también puede generar de nuevo un fuerte rechazo de los que, así sea en el discurso y con programas ineficaces, finalmente se sientan atendidos.
Estamos en la encrucijada. Si no tenemos, como país, el talento político para encontrar las opciones que eludan la polarización, podemos llegar a una circunstancia como ha habido en otras ocasiones en la historia, en la que no caben los adversarios en el mismo país.
Y, ese es el germen de la violencia.
Estamos aún a tiempo de evitarlo.