El proceso de demolición institucional que ha llevado adelante el gobierno de López Obrador ha sido sistemático y consistente a lo largo de toda esta administración.
Aún no se puede calcular de manera razonable cuál será el costo para el país en el largo plazo. Sin embargo, de lo que se puede estar seguro es que va a ser muy elevado.
En días recientes se anunciaron otras medidas en la misma senda de la destrucción institucional.
Se confirmó la eliminación de la Financiera Nacional de Desarrollo (FND), que integraba lo que alguna vez fue la Financiera Rural.
También se confirmó la liquidación de Notimex, la agencia de noticias del Estado Mexicano.
Adicionalmente se anunció que no habría nombramientos de los comisionados faltantes en el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos (INAI).
Pero estas medidas de los últimos días simplemente se suman a muchas otras.
Se pretendió un desmantelamiento de grandes proporciones del Instituto Nacional Electoral (INE), que afortunadamente se detuvo a partir de que el ministro Javier Laynez suspendió la vigencia de las reformas legales denominadas plan B.
Pero si se hace un recorrido amplio por los órganos del Estado, se pueden encontrar muchos otros casos… o el intento de realizarlos.
Por ejemplo, en el caso de la Suprema Corte, falló la intentona de colocar a una ministra incondicional al frente de la institución y con ello se impidió por ahora una gestión que apuntaría al debilitamiento del Poder Judicial.
En el sector energía no se corrió con la misma suerte, pues los organismos reguladores como la Comisión Nacional de Hidrocarburos; la Comisión Reguladora de Energía o el Centro Nacional de Control de Energía, han sido o subordinados o debilitados.
Por muchos meses la Comisión Federal de Competencia Económica también sufrió de omisiones en los nombramientos de su Junta de Gobierno.
No puede dejar de mencionarse la eliminación del Seguro Popular, que afectó severamente a una amplia capa de la población que se quedó sin servicio médico.
Igualmente, en el ámbito educativo se eliminó el Instituto Nacional de Evaluación Educativa y se erosionó gravemente la capacidad de promoción de innovaciones del Conacyt.
Se cancelaron el Consejo Nacional de Promoción Turística y ProMéxico, dos instancias que hubieran sido cruciales para la promociones de las inversiones en el país en esta coyuntura.
En el ámbito financiero y económico, también se debilitó severamente la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, así como las áreas dedicadas a las negociaciones comerciales en la Secretaría de Economía.
No le sigo, pues la lista sería prácticamente interminable.
El argumento que muchos partidarios del régimen plantean es que, con todo este conjunto de cambios, se han logrado liberar recursos para poder asignarlos a los programas sociales, así como a la inversión del gobierno federal.
Cuando se miran los números, resulta que las cosas no son tan claras.
El porcentaje del gasto total que se destinó al desarrollo social representó 60.5 por ciento del gasto programable del sector público el año pasado.
En el último año del gobierno de Peña, ese porcentaje ya era de 59.7 por ciento. Es decir, la diferencia son apenas 8 décimas de punto porcentual.
Habrá que esperar próximamente los resultados de la Encuesta Ingreso Gasto de los Hogares que realiza el INEGI para poder apreciar el impacto en materia de pobreza que ha tenido la política de este gobierno, pero me temo que los resultados van a ser malos, como ya lo fueron con los datos de 2020.
A la hora de ponderar los costos y beneficios, creo que el impacto de la destrucción institucional será enorme y con repercusiones negativas para el largo plazo para el país.
Esperemos que no transcurra demasiado tiempo para empezar la indispensable reconstrucción.