En una de sus conferencias el presidente exhibió un papel evidentemente apócrifo sobre la unión de sus opositores (le llamó BOA). Las oposiciones protestaron, alegaron falsedad del documento. Poco después iniciaron acciones para unirse, intentar ganar gubernaturas y conquistar la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados (es decir, el BOA). En alianza no ganaron ninguna gubernatura y no alcanzaron la mayoría en la Cámara de Diputados. El presidente los condujo a donde quiso.
Al día siguiente de las pasadas elecciones López Obrador se lanzó en su conferencia contra la clase media, la descalificó con una serie de adjetivos. Hizo lo mismo al día siguiente. El tema prendió en las redes, en los comentarios de los editorialistas, en las caricaturas. Unos se declararon a favor y otros en contra del ‘aspiracionismo’, el término empleado en la conferencia para denigrar a la clase media. Todos hicieron coro a la ocurrencia de López Obrador.
Menciono el tema del BOA y de la clase media como ejemplos del modo en que el presidente modula la opinión pública y las mismas acciones de la oposición. Lo que diga y disponga domina la conversación. ¿Qué es lo que viene? La consulta para juzgar expresidentes y la consulta de revocación de mandato. Ambas, creaciones del presidente. Él diseñó la pista donde se celebrará el baile.
Un presidente hegemónico, una oposición que baila al son que se le toca, una opinión pública rendida al mandatario (al grado de asumir sus términos en el lenguaje cotidiano). No es accidental esta concentración de poder. Una concentración fáctica (cuenta con un fuerte apoyo social, el apoyo de las televisoras, de los empresarios más acaudalados, del Ejército y Marina, y de forma ambigua, del narco) y simbólica (que opera en el dominio de la conversación).
No es difícil ver que el presidencialismo como forma de organización básica responde a una necesidad profunda de los mexicanos. Una voluntad de orden y supeditación. Una publicación digital oficialista, parodiando la portada de The Economist, bajo el perfil de López Obrador no vaciló en llamarlo “El gran caudillo”. Comencemos por aquí. Hay un gran número de mexicanos a los cuales rendir culto a un caudillo no les parece una mala idea. Lo dicen con orgullo. “Es un honor estar con...”. No con el gobierno (mediocre, corrupto), no con el partido (metido de lleno en el tráfico de intereses), están con el presidente.
Se pudo ver esto claramente en las campañas. Se critica al presidente el clientelismo implícito de los programas sociales. Pero todos los partidos propusieron continuar con ellos. Si Morena decía: “quieren acabar con los programas sociales”, la oposición de inmediato salía a aclarar que no, que seguirían con los programas. No es tan difícil ganar la elección cuando la oposición es la principal defensora de las iniciativas del gobierno.
Están en el juego tanto los que están fanáticamente a favor como los que están radicalmente en contra del presidente. Seguidores y detractores. Este absoluto dominio de la agenda (del lenguaje, de las iniciativas, de las consultas) es el que debe romperse para poder dar paso a esa otra necesidad de los mexicanos: la idea de acotar al presidente. La ideal liberal de poder.
En los ochenta se pedía una “democracia sin adjetivos”. Esa exigencia se transformó en los hechos en una democracia adjetivada, liberal. Un gobierno con contrapesos. Nuestra democracia arranca precisamente con un Congreso (1997) opuesto al presidente. No es cierto que los organismos autónomos fueran creados para disimular la corrupción. Fueron creados para atar las manos del Poder Ejecutivo, restarle atribuciones, exigirle transparencia, rigor en sus decisiones. ¿Hubo abusos en esos organismos? No tan graves que tengamos que deshacernos de ellos y volver al pasado donde todas las riendas las lleva el presidente.
La democracia liberal (la de los contrapesos al Ejecutivo) fue hecha de lado por López Obrador, que ha opuesto a ella la democracia participativa. Darle voz a la sociedad a través de consultas. En el futuro debe considerarse el mecanismo que haga funcionar ambas formas democráticas. La de acotar el poder y la de otorgar más espacios de participación a la sociedad.
No queda nada de la cuarta transformación, ese esfuerzo heroico del pueblo mexicano por darle un nuevo sentido a su destino. No se puede hablar de “primero los pobres” con diez millones más de pobres. No se puede hablar de “abrazos, no balazos” en un país cada día más dominado por el narco y donde todas las mañanas nos despertamos con una nueva masacre. No se puede hablar de soberanía energética cuando el acto más destacado en el sexenio fue el de comprar una refinería en Texas.
El 80 por ciento de la inversión que mueve al país es privada. La sociedad debe recuperar la agenda perdida. Debe ser la que promueva iniciativas. La que presente ideas nuevas. ¿Cuál es la oferta de la oposición frente a la pobreza, frente a la inseguridad, frente a la corrupción? Volver al pasado no es una opción.