La frase expresada en días pasados desde la máxima tribuna de esta convulsionada República que, para algunos, es una de las mejores y más felices del mundo, exhibe una gran paradoja que aún tratamos de digerir y elucidar: “no hay más violencia, hay más homicidios”.
Podría deberse quizás a la simple percepción ciudadana, pero las cifras oficiales y de diversos organismos de la sociedad civil parecen mostrar otros datos, ya que prácticamente todos los días se da cuenta, al menos en los medios noticiosos, de decenas de muertos, hallazgos macabros, enfrentamientos y bloqueos incendiarios en diversas partes de la geografía nacional.
Quizá se estime por parte de la autoridad que los homicidios, que reconoce van en aumento, se hayan cometido sin violencia, con total serenidad o con la complacencia de las víctimas. En realidad, desconocemos las circunstancias bajo las cuales se hayan dado los hechos.
Tal vez lo que se haya deseado explicar es que se hayan disminuido otro tipo de delitos, diferentes del homicidio y que también impactan en la percepción de la violencia, pero tampoco lo sabemos a ciencia cierta y, por tanto, subsiste la paradoja y la profunda reflexión filosófica.
El caso es que, durante las últimas semanas se han suscitado, además de los cotidianos y, ya casi normalizados, hechos de sangre, eventos relevantes que ofrecen características que los distinguen: el misterioso secuestro del prelado de Chilpancingo que va quedando en una nebulosa sobre las condiciones, los perpetradores y las razones; el asesinato de tres turistas extranjeros en Baja California y el aterrador asesinato de un cantante y su familia en Chihuahua, amén de los atentados contra políticos aspirantes a cargos de elección popular.
A solo tres semanas de la jornada electoral, es evidente que la temperatura se eleva y la violencia, aunque se asegure que no es mayor, sigue produciendo cadáveres que, aunque queden fuera del padrón electoral, tendrán impacto en las decisiones ciudadanas, con miedo o sin él, pero, en muchas regiones del país, bajo el influjo de la actividad criminal.
La paradoja en cuestión torna mucho más complejo el análisis y dificulta la prospectiva. En este espacio hemos planteado el cuestionamiento sobre la participación del crimen en el proceso electoral, ya que se ha erigido en un jugador activo y abierto, particularmente, en el orden más vulnerable que es el municipal y sobre el que puede ejercer, como es bien sabido, influencia determinante.
El homicidio se asocia, evidentemente, con actos violentos, por ello cuesta trabajo entender la disociación entre este y la violencia y más aún encontrar una racionalidad que explique a uno sin la otra.
Seguiremos filosofando sobre la profundidad de la reflexión y quizá encontremos la respuesta.