Si la evidencia se opone a la narrativa, peor para la evidencia...
La violencia no sólo no cesa, sino que se expande territorialmente y sube de tono en regiones otrora pacíficas y hoy literalmente secuestradas, presas del pánico que generan los enfrentamientos armados, tanto entre las bandas criminales, como con las fuerzas del Estado.
Aunque la narrativa oficial se oriente cotidianamente a la minimización del problema, los hechos hablan por sí mismos y la realidad se impone al discurso. Si bien la situación de Culiacán, Sinaloa, ha sido el foco de atención durante las últimas semanas por sus repercusiones locales e internacionales tras la captura-entrega-traición de destacados personajes del mundo criminal por parte de autoridades norteamericanas en territorio estadounidense, la crisis de seguridad se extiende, en realidad, por casi la totalidad del territorio nacional, de manera soterrada o abierta.
Chiapas, Tabasco, Guerrero, Michoacán, Guanajuato, Colima, Jalisco, Zacatecas, Durango, Tamaulipas, Chihuahua, Sonora, Baja California, son también entidades donde los grupos delictivos de diversas denominaciones han sentado sus reales y dominan, mediante el miedo o la cooptación, extensas regiones geográficas en las que han desplazado, de facto, la rectoría del Estado.
Los recientes bombazos en dos poblaciones de Guanajuato, sea cual fuere su autoría e intencionalidad, así como los ataques armados con gran potencia de fuego, los asesinatos brutales de personajes públicos de la política o el clero, son actos de barbarie que siembran el terror entre la población y desestabilizan profundamente, en todos sentidos, la vida de las comunidades que padecen este flagelo.
Pese a la evidencia, a la magnitud y naturaleza de los actos violentos, a la expansión territorial de los grupos armados y la repercusión política y social de sus acciones, la posición oficial es la de negar su reconocimiento como actos terroristas, dadas las implicaciones que ello conllevaría en el ámbito internacional, aunque para algunos ‘la mejor política exterior sea la política interior’.
La crisis de violencia que enfrenta el país es producto de lustros de desatención, de la connivencia y tolerancia de sectores gubernamentales que auspiciaron, directa o indirectamente, el crecimiento paulatino de la criminalidad, su fortalecimiento económico y su evidente penetración política y social que, como se observa, no se contendrá sin recurrir, ésa sí, a la supremacía de la fuerza del Estado, claro está, dentro de los cánones legales.
Si deseas la paz, prepárate para la guerra, reza el clásico, y la administración que recién inicia enfrenta ya una situación extremadamente delicada que, sin duda, ofrecerá retos aún más complicados con los que habrá de lidiar a partir del próximo noviembre.