CEO Founder LEXIA Insights & Solutions
El mundo está viviendo una severa crisis de desinformación y de propagación de información errónea que genera caos, confusión, polarización e incluso violencia.
A río revuelto, ganancia de polarizadores, demagogos, mercenarios de las dudas, proxenetas de la monetización.
Parafraseando a Clausewitz, las personas que defienden a las democracias del mundo deben reconocer que la desinformación no es más que la continuación de la guerra por otros medios.
La llegada al poder, mantenimiento y posible eternización de liderazgos autoritarios en todas las regiones del planeta está directamente vinculada a controlar la narrativa dentro de sus fronteras, al mismo tiempo que intentar desestabilizar a las naciones que se consideran como enemigos, rivales o simplemente testigos incómodos.
La emergencia y proliferación de estos liderazgos nacionales autoritarios está directamente correlacionada al combate, debilitamiento y posible destrucción de las instancias e instituciones liberales especialmente diseñadas para contener la entronización del poder absoluto.
División de poderes, instituciones electorales autónomas, organizaciones de la sociedad civil y muy especialmente medios informativos libres y confiables reciben las andanadas cotidianas que buscan debilitarlos.
Esta crisis es mundial y nos afecta a todos. Tan solo hace unos días hemos sido testigos de la “cuasi coronación” de Xi Jinping en China, el país más poblado, el segundo gasto militar más grande del planeta y próximamente la economía número uno del mundo.
La China de Xi es una fortaleza donde no hay espacio para ninguna verdad que no sea la que dictan los censores oficiales y el ultradigitalizado sistema de vigilancia capaz de detectar la más mínima desviación o divergencia.
Por tradición cultural y por vocación de control, el partido comunista chino quiere tener absolutamente todos los hilos que mueven la marcha del país. Al colocar en un altar la estabilidad a toda costa, el régimen chino controla todas las palabras y acciones de su población. Una forma clara de guerra contra la verdad es imponer la propia con la fuerza, la mordaza y el castigo.
Según el índice mundial de libertad de prensa elaborado por Reporteros sin fronteras, China ocupa el lugar número 175, poco arriba de Corea del Norte en el 180 (México ocupa el nada celebrable 127).
Otro frente de la posverdad es el que vemos en Rusia, donde Vladimir Putin tiene en un puño a los medios de comunicación de su país y ha debilitado al máximo cualquier esfuerzo de periodismo informativo o de opinión que cuestione su versión oficial. De hecho, el gran éxito del encarcelado y principal líder opositor Alexander Navalny se sustenta en sus reportajes en YouTube –destinados al gran público y no a las elites– donde denuncia las trampas y malos manejos de Putin.
Por extraño que nos parezca, la invasión a Ucrania cuenta con un amplio respaldo popular en Rusia porque sus habitantes por varios años han sido lentamente macerados en una constante lluvia de falsedades sistemáticas dirigidas a manipular sus emociones de orgullo y temor. Control férreo que en los primeros meses del conflicto castigaba con cárcel a quien usará la palabra guerra cuando el régimen solo quería hablar de una “operación especial”.
Tras sus rotundos éxitos sembrando la división –jugando un rol clave en el Brexit y el inesperado triunfo de Donald Trump en el 2016–, pocos esperábamos la tunda que están recibiendo los rusos en la escena mundial gracias a la sagaz y efectiva campaña de diplomacia pública puesta en marcha por Zelenski y los ucranianos. Ningún rival es invencible, ni en la cancha, ni en las trincheras ni en el ciberespacio.
La guerra contra la verdad no es asunto de nichos y periferias, está en el corazón de todos los centros de poder en el mundo. A unos días de las elecciones de medio término en los Estados Unidos, el ambiente político sigue marcado por The Big Lie, la enorme campaña orquestada por el trumpismo y el ecosistema mediático republicano para anular el triunfo de Biden en 2020.
Aunque las maquinaciones de fraude y trampa han sido desechadas e ilustradas quirúrgicamente por el Comité del 6 de enero, aún la mayoría de los simpatizantes republicanos la siguen creyendo y casi todos sus candidatos le siguen mostrando su apoyo, no tanto porque de verdad lo crean sino por satisfacer a su base electoral.
No todo es el universo de los “hechos alternos” o el “yo tengo otros datos” impulsado por los líderes autoritarios a nivel nacional. Un problema terrible es lo que pasa al nivel local, donde la cortina de humo generada por los demagogos al frente de sus países deja desprotegidos a los periodistas y defensores de derechos humanos en las provincias alejadas de la gran cobertura mediática. Es ahí donde la guerra contra verdad se vive de una manera más dolorosa y peligrosa, cerca del exterminio y la total impunidad. Tan solo en México llevamos más de 15 periodistas asesinados, la gran mayoría vinculados a medios locales.
Cada día se documenta mejor cómo las grandes redes sociales, no solo Facebook sino también Twitter, Instagram y ahora Tiktok y Twitch son tierra fértil para la propagación de mentiras completas o a medias que se viralizan a tasas desenfrenadas propulsadas por algoritmos especialmente diseñados para tenernos pegados a las pantallas. Los temores son mayores cuando se empieza a avizorar el potencial distópico de nuevos artefactos del mundo Black Mirror como el Metaverso o las “Deepfake” (persona en una imagen o video existente que se reemplaza con la imagen de otra, lo cual se consigue con poderosas técnicas de aprendizaje automático e inteligencia artificial).
La autorregulación no es la solución, por lo que los “ejércitos” para luchar contra la posverdad requieren leyes, sanciones, alfabetización mediática, reformulación de modelos de negocio y sobre todo mucha participación social e institucional para no dejar indefensas nuestras mentes y corazones, a merced de quienes medran política, ideológica o económicamente con la mentira.