En su diagnóstico del país que esperaba gobernar, López Obrador exponía un ideario de economía moral contra las desigualdades y la pobreza sintetizado en el lema «Por el bien de todos, primero los pobres», muy bueno, sin duda, para una campaña electoral como la de 2018, pero no si en las acciones de gobierno se le saca de su contexto económico-político.
A fines de 2019, al cumplir el primer año de su presidencia, AMLO publicó un libro significativamente titulado Hacia una economía moral, hecho según su concepción de la economía y de la política, ideas que subyacen en el trato del régimen hacia el ‘pueblo bueno y sabio’ y hacia los sectores ‘privilegiados’ de la sociedad.
En el libro se encuentra uno con que la economía moral exige condiciones distintas de participación que la economía política, ya que “no debe ser orientada a multiplicar de manera irracional y acrítica la producción, la distribución y el consumo, ni mucho menos a concentrar la riqueza en unas cuantas manos”.
Con esa idea de trasfondo, declaraba AMLO en diciembre de 2019 que los empresarios participantes en el desarrollo de México “invierten, crean empleos, aceptan utilidades razonables y pagan sus contribuciones”. Buenos deseos, que no se han traducido en mayores inversiones del empresariado nacional, aunque tampoco en la disminución de su tradicional 17 por ciento del PIB.
Con el mismo trasfondo moral, AMLO ha dedicado varios minutos en las últimas conferencias mañaneras a la condena de las clases medias y a señalar lo que a su entender, deberían ser: “hay un sector de la clase media que siempre ha sido así, muy individualista, que le da la espalda al prójimo, aspiracionista (sic), que lo que quiere es ser como los de arriba y encaramarse lo más que se pueda sin escrúpulos morales sin ninguna índole, son partidarios del que no transa no avanza”.
En la misma mañanera del lunes pasado siguió diciendo al respecto: “queremos sacar de la pobreza a millones de mexicanos para constituir una nueva clase media, más humana, más fraterna, más solidaria, eso es lo que buscamos, sacar de la pobreza a los mexicanos, que mejoren en sus condiciones de vida, de trabajo pero que también no dejen de voltear a ver a los desposeídos, necesitados, a los marginados, que no se le dé la espalda al que sufre”.
Desde luego que hay mucho sobre lo cual indignarse que tiene como trasfondo valores proclives al estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea y a la obsesión por la creación de riqueza, y es cierto que contribuyen -combinados con factores económicos y políticos- a las crecientes desigualdades, injusticias de clase, privilegios de muy pocos y corrupción que pobres y ricos sufren; son condiciones reales como esas las que han deteriorado los valores y principios de la convivencia social, no al revés, aunque luego adquieren ímpetu propio y acentúan las causas que les dieron origen.
Los ciudadanos requerimos certezas vitales para recuperar la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades, seguridades como que las calles sean seguras, que el empleo y los salarios dejen de ser precarios, que la atención médica y la educación de calidad sean bienes públicos y no exclusivos de quien pueda pagarlos.
Carencias de esa índole no se generaron a causa de la erosión de principios y valores colectivos como los que trata de regenerar el presidente; los mexicanos pobres, clases medias y ricos padecemos una convivencia inclinada a la desconfianza, al agandalle y al inmediatismo emanada de la precariedad de vida de la gran mayoría de los mexicanos, que podrá cambiar poniendo los bueyes delante de la carreta: atemperando real y efectivamente, las desigualdades en el país. Esa es o era la gran promesa de la 4T.