Mientras que en el mundo se están construyendo nuevos paradigmas de desarrollo, en México los empresarios y el gobierno han dejado caer sus inversiones y algunos sectores mantienen enorme distancia con las autoridades.
El grupo de expertos del G7 (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Japón) sobre resiliencia económica, suscribió el Consenso de Cornwall que le presentará a los líderes del G20 cuando se reúnan el 30 y 31 de octubre para discutir los extraordinarios desafíos actuales, nada menos que la pandemia, el cambio climático, la creciente desigualdad y la ineludible reorientación de la economía.
El Consenso de Cornwall, según reseña Mariana Mazzucato, representante de Italia en ese grupo, “exige una relación radicalmente distinta entre los sectores público y privado para crear una economía sostenible, equitativa y resiliente”. ¡A ver cómo le hacen para lidiar con la incertidumbre que todo cambio genera y con los reclamos de seguridad y confianza!
La opción ante los desafíos es simple: seguir apoyando un sistema económico fracasado, o reemplazar el Consenso de Washington con un nuevo contrato social que deje de considerar el desarrollo económico en función del PIB o de la rentabilidad financiera, y lo haga por “la supervivencia de la humanidad en este planeta”.
Desde la perspectiva de este grupo del G7, la recuperación económica pospandemia hará necesaria una mayor inversión estatal, que no sólo vea por los beneficios privados a corto plazo, como ha ocurrido durante el neoliberalismo, sino que persiga una economía ‘verde’ y un desarrollo socialmente equitativo.
El problema bien conocido del desarrollo es hacer concurrentes la política favorable a las inversiones privadas y la atención a los rezagos sociales. Son dos enfoques que deberían ser complementarios, lo que no es fácil de lograr porque no son meras cuestiones técnicas las que hay que resolver, sino de orden político; peor aun cuando el poder económico en pocas manos acumula excesivo poder político, como bien lo sabemos en México.
Sin inversiones -privadas y públicas- no hay desarrollo posible; eso que es tan obvio, es un requisito que no se cumple en nuestro país. Ahora se lo achacan algunos sectores del empresariado a la falta de ‘confianza’ en el presidente que canceló el NAIM y está revisando contratos leoninos de la reforma energética de Peña Nieto.
Lo cierto es que la formación bruta de capital lleva décadas de estar más de 5 puntos del PIB abajo de lo que debería ser, baja que se acentuó desde 2018, tras el triunfo electoral de López Obrador.
La inversión privada cayó en 3.2 por ciento en 2019, y 19.8 por ciento el año de la pandemia; la explicación de la baja crónica de inversiones radica en la debilidad del mercado interno a consecuencia del modelo de negocios asumido por las grandes empresas ante el TLCAN y la globalización, que en vez de invertir con el propósito de integrar sus actividades a las cadenas transnacionales de valor, se conformaron con el modelo de negocio basado en producir con insumos importados. Miles de cadenas de producción más o menos integrada, se perdieron.
La explicación de la caída de inversiones privadas en lo que va del sexenio tiene carga política. Más difícil de explicar es la caída de la inversión pública que en el primer semestre de este año fue 23 por ciento con respecto a la del mismo periodo de 2018. La ‘austeridad republicana’ en inversión e infraestructura también contribuye al rezago económico de México ante los cambios que ya están habiendo en el mundo.
Si el Consenso de Cornwall logra avanzar en la reunión del G20 a fines de este mes, veremos entre otros muchos fenómenos una aceleración en la transición de la planta productiva a fuentes de energía limpia y de las innovaciones tecnológicas para elevar productividad, con menos depredación de recursos, pero también con menor capacidad de oferta de empleos en la planta industrial.
Gracias al TMEC crecerá en México la inversión transnacional de alta densidad de capital, promotora de cambios tecnológicos pero que no genera suficientes empleos; una adecuación del desarrollo para evitar mayor pobreza y desigualdades en México, sería lo que debió hacerse hace 40 años: promover decididamente la integración de las Mipymes -99.8 por ciento de los negocios- generadoras de más de 52 por ciento del PIB y de 73 por ciento de los empleos a las cadenas de valor que genere el TMEC. Sería un buen amarre de la política económica y la política social.