La mayoría calificada que las autoridades electorales le reconocieron a la coalición Morena-PT-Partido Verde, junto con la reforma judicial que López Obrador está empeñado en que se promulgue antes del final de su sexenio, son consideradas por la oposición como hechos «democraticidas» y preámbulo de un poder autocrático en el gobierno.
Los regímenes republicanos, pretendidamente «liberales y democráticos» en países medianamente pobres como el nuestro, se caracterizan conforme a una cuestión clave, que es la posición que asuman ante la concentración/distribución de la riqueza.
Durante décadas se impuso en México el criterio de quienes ven como gran problema que haya millones de pobres en el país, pero rechazan que su causa sean las desigualdades; se oponen con todo a cualquier intento político de alterar la distribución de la riqueza -vía fiscal o normas laborales- porque, dicen, se afecta la confianza de los inversionistas y en consecuencia, el crecimiento y la oferta de empleos.
Desde la posición de la 4T, la mala distribución de la riqueza es la causa de las desigualdades y de la pobreza de la mayoría de los mexicanos; afrontarla es una decisión política, que una vez tomada define íntegramente el carácter de un régimen que, entre otras cosas, será ineludiblemente confrontacionista con intereses creados.
La estructura fiscal es un recurso valioso para luchar contra múltiples desigualdades, pero por alguna razón, ni AMLO ni Claudia Sheinbaum ven la reforma en la materia como necesaria. Lo que sí se hizo fue reducir la evasión de impuestos de los grandes contribuyentes y lograr que paguen lo que les corresponde.
El otro instrumento para luchar contra las desigualdades es la política laboral; con María Luisa Alcalde como secretaria del Trabajo, el gobierno que termina este mes avanzó en mejorar las normas del mercado laboral para favorecer aumentos salariales sustantivos; hay quienes equivocadamente atribuyen esa política al T-MEC. El caso es que se avanzó en materia salarial, pero ésta tiene su límite en la dinámica de las inversiones productivas, que en 75 por ciento son privadas.
Por supuesto que al hablar de riqueza, nada que menoscabe la propiedad privada está en discusión en México, aunque la publicación el lunes pasado de las reformas a la Constitución Política de la Ciudad de México en materia de propiedad, está siendo aprovechada por la oposición para dejar la idea en las redes sociales de que la 4T desaparece el “respeto a la propiedad privada”; lo cierto es que se trata únicamente de una homologación con los preceptos del artículo 27 de la Constitución federal.
La controversia de fondo en torno a las causas de las desigualdades hace que en México tengamos un gobierno dividido, en el que los poderes Ejecutivo y Legislativo se enfrentan al Judicial, que protege con leyes que se han hecho a modo durante décadas y con procedimientos ilegales, a quienes defienden el orden establecido. Si algo ha de cambiar, que sea para que todo siga igual.
Muchos países tienen gobiernos divididos -Estados Unidos, entre otros- pero tienen también un Estado de derecho al cual acudir para resolver las controversias que provoque la política del Ejecutivo que ocupa la fuerza política ganadora de las elecciones.
Un gobierno dividido y un Estado de derecho e instituciones débiles, como es nuestro caso, manifiesta dificultades en cuya solución, Morena y sus aliados se colocan del lado de la «voluntad del pueblo» frente a la narrativa de los «pesos y contrapesos institucionales» que la oposición considera la columna vertebral de la democracia.