En el Zócalo, a ras del suelo apenas cupo un poco de aire entre La Camioneta Gris de los Tigres del Norte y los que se mecían al ritmo del corrido más famoso de los oriundos de Mocorito, Sinaloa.
Este 15 de septiembre, frente al Palacio Nacional, al menos en lo que registraron las cámaras no hubo evidencia de una pandemia. La gente bailó, se abrazó e intercambió besos.
Unos días después surgió de nuevo el rostro del subsecretario Hugo López-Gatell para aclarar que el ataque del COVID-19 no ha concluido. Que hay cinco estados con riesgos considerables, todavía.
Quién sabe cuántos de los danzantes del día de el Grito llegaron a la gran plancha procedentes de esos estados. Pero esta columna no va por el camino de los aguafiestas.
“Todavía estamos trabajando mucho en eso, pero la pandemia ha terminado”, dijo ya para los habitantes de Estados Unidos el presidente Joe Biden hace unos días. Una narrativa similar dirige a su pueblo Ricardo Gallardo, en San Luis Potosí.
Ese gobernador comunicó a su gente que ya no es obligatorio el cubrebocas en ninguna parte de esa entidad. Acaso es solamente recomendado en centros concurridos, sugerencia en la que coincide con López-Gatell.
La pandemia es la pesadilla indeseada para todos, en especial, para políticos como el presidente Andrés Manuel López Obrador, cuya gestión fue marcada por el imprevisto global.
La eventual declaración de su terminación que hará un día el mandatario puede disparar acciones, como la atención de una epidemia muy mexicana.
Desde hace seis años, la Secretaría de Salud junto con el Comité Nacional de Seguridad en Salud emitió la declaratoria de emergencia epidemiológica EE-4-2016, “ante la magnitud y trascendencia de los casos de diabetes mellitus”.
En ese 2016, 12 personas por hora morían por esa causa en México. El año pasado el dato subió a 16, de acuerdo con las cifras más recientes del INEGI.
También, un gobierno libre de la distracción pandémica puede atender los dos homicidios por hora de personas entre 15 y 34 años. ¿Conocen a alguien de esa edad? Adviertan que es la principal razón de muerte para ellos que registra el INEGI, por encima de accidentes o tumores malignos.
De esto último, de cáncer, en 2021 murieron 10 personas cada 60 minutos. Entre ellos, tres niños, diariamente.
En el momento en el que se acabe con la pandemia, un reto puede ser el de atacar la muerte que no tenga la vejez como origen. Es una meta menos ambiciosa que la que se plantean ya algunos países desarrollados.
Consideremos que en otras naciones trabajan en la inmortalidad, literalmente.
Aquí expuse el caso de Mati Roy, un canadiense que habita México, quien capta en video información que será registrada para la posteridad junto con su cerebro, literalmente. Una empresa está preparada para recibir en Phoenix esa parte de su cuerpo en cuanto él no tenga signos vitales.
La información contenida biológicamente podrá ser combinada con aquella registrada en computadora para que Roy tenga una oportunidad de vivir por más tiempo que lo que puede presumir un humano convencional. Es un asunto ya muy abordado por Singularity University, una incubadora para futuristas de todo tipo fundada por el visionario tecnológico Ray Kurzweil.
Elon Musk tiene ambiciones similares que dibuja a través de su empresa Neuralink, compañía que vincula la mente con máquinas. Pero estamos en México, en donde estos temas suenan más lejanos que la Luna, aunque estén aquí cruzando el río Bravo.
Podemos conformarnos con cuidar de la vida como la conocemos, en cuanto el gobierno deje de preocuparse por las muertes en exceso surgidas a partir de la pandemia. Eso es lo más importante.
Secundario, pero relevante, es lo que las empresas hacen a partir del cambio que ya ven encaminado. Por ejemplo, las seis tiendas por día que abrirá Starbucks en México de aquí a 2026 o los millones de dólares que invierten en Monterrey compañías chinas, confiando en que aquí habrá gente para operar fábricas.