A querer o no, y aunque a algunos les parezca una exageración, los partidos políticos son instituciones del Estado mexicano. Hasta antes de 1977, la Constitución para nada hacía referencia a ellos. Como si no existieran, los ignoraba. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, que eran muchas, estaban presentes en la realidad viva de la política mexicana.
De diversas formas, ciertamente precarias, con ropajes diferentes y distintos modelos y formatos, constituían un elemento visible en el terreno político. Uno era el partido oficial, confundido para todo efecto práctico con el gobierno mismo, de claro corte autoritario.
Otros eran los partidos paleros, subsidiados por el régimen para simular democracia. Algunos más — quizá cuando mucho un par— auténticamente de origen ciudadano y para formar ciudadanía, con programa y prácticas distintas y distinguibles. También partidos ficción y otros que hacían del clandestinaje su modus operandi —por ser antisistema, decían— que abominaban de la participación electoral por considerarla ‘práctica burguesa’. En fin, en el protosistema mexicano de partidos, hubo de todo.
Hasta que llegó la reforma electoral de 1977-78, impulsada por el secretario de Gobernación Jesús Reyes Heroles, en el sexenio de López Portillo. Fue cuando la Constitución recogió en su texto, por primera vez, la figura de los partidos políticos. Y les dio además cierta categoría al definirlos la Carta Magna como “entidades de interés público”, según se lee en su artículo 41. Aunque sin explicar en qué exactamente consiste este concepto. Pero suena bien.
Una posible explicación del alcance del concepto “entidades de interés público” aplicado a los partidos políticos se encuentra en la idea sostenida por varios teóricos de la política, en particular por el genial Giovanni Sartori, en el sentido de que sin partidos no puede haber democracia. Parece una desmesura, pero en efecto la democracia política, tal como la conocemos, tiene como elemento imprescindible a los partidos.
Señalado lo anterior, cabe apuntar que las encuestas de opinión indican, unánimemente, que lo partidos políticos son en general instituciones que carecen de prestigio, que no son bien vistos, que no le merecen confianza a la población. Y esto naturalmente es grave, por el serio predicamento en que este déficit de credibilidad pone al sistema de partidos.
Seguramente cada partido tiene una realidad diferente a los demás. Aunque en el fondo deben ser similares, hay entre ellos grados de imperfección (vamos a llamarla así, pues ninguna institución es perfecta), la mala opinión que de ellos se tiene alcanza por igual a todos, desafortunadamente.
¿Por qué a los ojos de los ciudadanos un partido y el sistema de partidos se desprestigian? ¿Cuáles son las causas que les hacen perder confianza entre el electorado? Por sus irregularidades y malas prácticas, que aunque al votante común éstas en el fondo le tienen sin cuidado, finalmente percibe que sí le afectan porque sus resultados se manifiestan en malos gobernantes y pésimos legisladores. Lo que sí les perjudica.
Se trata pues de un problema grave, trascendente, que ya no es posible ocultar y cuyo proceso de solución exigirá tiempo y esfuerzo de todos los actores políticos. Antes de que termine por colapsar el régimen democrático. Lo cual se supone que nadie quiere.