El pasado 30 de septiembre el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados una iniciativa de reformas a tres artículos (25, 27 y 28) de la Constitución, en materia de energía eléctrica. Las modificaciones que propone el Ejecutivo son de tal envergadura que implican cambios que eventualmente –de aprobarse– tendrían enormes repercusiones en la economía y en general en los más diversos órdenes y actividades del país.
Al principio se observó, por parte del equipo gobernante, el propósito de acelerar el proceso legislativo de manera tal que la aprobación de su iniciativa ocurriera antes de que terminara el año 2021. Muy rápido, pues. Sin embargo, pronto el oficialismo se dio cuenta de la dificultad de lograr tal objetivo. Por dos razones. La primera, porque Morena y sus partidos aliados carecen en ambas cámaras del Congreso de la mayoría calificada (las dos terceras partes) de diputados y senadores que requiere toda modificación al texto de la Carta Magna. Y la segunda, porque el proyecto despertó mucha inquietud y numerosas opiniones adversas.
La seguridad que al principio mostró el grupo gobernante de que la iniciativa sería aprobada con relativa rapidez, despertó en no pocos la sospecha de que un buen número de legisladores priistas y quizá de otros partidos opositores, estaban ya ‘arreglados’ para que votaran a favor o al menos para estar ausentes en la sesión en que el dictamen se discutiera y votara, de manera tal que Morena y sus aliados, por esta vía, alcanzaran las dos terceras partes de la votación, toda vez que esta proporción se establece no sobre el número total de diputados y senadores, sino de los que estén presentes en la respectiva sesión del Pleno.
Tal versión no tuvo fundamento o algo falló. Me atrevo a pensar que más bien fue esto último, que algo falló, porque de otra manera no se explica la actitud evasiva y reticente sobre la iniciativa de no pocos dirigentes y diputados priistas en las semanas posteriores a su presentación por López Obrador.
En la posposición del proceso legislativo sin duda influyó de manera determinante la catarata de opiniones contrarias a la iniciativa. Desde diversos ángulos se fueron expresando y por representantes de diferentes e importantes sectores, de forma tal que fueron influyendo en el ánimo de la opinión pública. Plantearon la necesidad de realizar un ejercicio de ‘Parlamento abierto’ sobre el tema, que el oficialismo de entrada rechazó. Pero finalmente no tuvo más remedio que aceptarlo.
En efecto, apenas inició la primera semana de enero y la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados anunció la celebración del Parlamento abierto solicitado. Éste consiste en la realización de audiencias públicas en las que los legisladores se reúnen con los particulares (académicos, técnicos, expertos y empresarios) interesados en exponer sus puntos de vista sobre los diversos aspectos contenidos en la propuesta de reformas a la Constitución, así como responder a los cuestionamientos que los legisladores les formulen.
El acuerdo legislativo plantea la realización de 17 reuniones. Una inicial de inauguración con la presencia de los gobernadores que atiendan a la invitación que se les hará, y 16 jornadas a efectuarse entre el 18 de enero y el 15 de febrero, en las que se abordarán aspectos específicos que la iniciativa de reforma involucra.
Se trata de un saludable ejercicio entre legisladores y ciudadanos, que sin duda puede arrojar resultados positivos –aunque parece ser que el temario no es el idóneo– siempre que haya disposición de apertura a escuchar argumentos. Si deriva en un diálogo de sordos, en una mera yuxtaposición de monólogos, será un ejercicio de simulación, frustrante y fallido. Ojalá que no.