El pasado domingo murió Porfirio Muñoz Ledo, personaje singular, irrepetible, hombre de luces y sombras, protagónico, hábil polemista, culto, no culterano como hay tantos, excelente orador, apasionado de la política, demócrata cuando menos desde que dejó de ser priista y parlamentario de excepción. Soberbio en la doble acepción del término. Pero sobre todo conversador ameno, amistoso e incansable.
Tuve la oportunidad de conocer y tratar a Muñoz Ledo durante el dilatado proceso de construcción de acuerdos que culminó con la reforma electoral de 1996. Aquella que Ernesto Zedillo llamó la “reforma definitiva”. Estuvo presente Porfirio en no pocas de las incontables reuniones que sostuvimos los representantes de los tres principales partidos, él como presidente nacional del PRD. Tengo presente que jamás estuvo en alguna de esas reuniones desde el principio y hasta el final. Por lo general llegaba ya iniciada y sobre el tema a discusión dictaba una extensa cátedra. Luego procedía a retirarse.
Recuerdo que en el verano de 2002, quizá de 2003, acaso de 2004, siendo él embajador de México ante la Unión Europea (UE) y yo subsecretario de Economía, nos correspondió atender un importante asunto en defensa de los intereses del país. Fue cuando se observó un crecimiento desmedido en las importaciones de tequila pirata en la UE, procedente de diversos países africanos y de América Latina.
Analizado el problema en la Subsecretaría, se preparó una propuesta de tres puntos para resolverlo. El primero consistió en solicitar a la UE la creación de dos nuevas fracciones arancelarias en su código aduanero para asignarlas a la mercancía tequila (una para el tequila al 100 por ciento y la otra al 51 por ciento), lo que a su vez implicaría que su importación exigiría la correspondiente certificación de origen emitida por el Consejo Regulador del Tequila.
El segundo punto planteó el reconocimiento de la denominación de origen tequila, mediante un reglamento comunitario, y el tercero la firma de un memorándum de entendimiento para llevar la trazabilidad de las exportaciones de tequila a los países miembros de la UE. Con el tiempo, todo esto se logró.
Con el eficaz apoyo del diligente diplomático mexicano Daniel Dultzin, representante de la Secretaría de Economía ante la UE, se organizó una visita al correspondiente comité comunitario, en Bruselas, para plantear la propuesta de tres puntos. Por la Secretaría de Economía acudimos el director general de Normas, Miguel Aguilar Romo, el titular del Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (IMPI) Jorge Amigo y yo. Por la industria tequilera nos acompañaron, según recuerdo, Francisco González, Cristóbal Mariscal y Rodolfo González.
Acordamos dedicar el día previo, a jornada completa, para preparar en todos sus detalles la reunión oficial del día siguiente. La reunión, celebrada en la residencia del embajador mexicano en Bélgica, la iniciamos desde temprano. Muñoz Ledo anunció que llegaría un “poquito” tarde pero que ahí estaría. Sin su presencia, avanzamos rápido, a muy buen ritmo, en el desahogo de la agenda. Porfirio hizo su aparición a media mañana y a partir de ese momento la reunión se volvió lenta, por sus constantes y extensas intervenciones, en las que abordaba las cuestiones a discusión en todos sus aspectos: históricos, jurídicos, de derecho comparado, de comercio internacional y de cuanta faceta se le ocurría a Muñoz Ledo.
Como es de suponer, los presentes empezaron a impacientarse. Hasta que se me ocurrió adelantar la comida una hora, con el beneplácito de Porfirio, quien muy contento exclamó: “¡Aprobado, se ve que García Villa conoce bien que el aperitivo en Europa es una hora más temprano que en México!”.
Y caminando nos fuimos a un restorán cercano que los amigos tequileros habían reservado. Antes de concluir la comida, sugerí a uno de ellos, creo que a Rodolfo González, invitar a Muñoz Ledo una copa de sobremesa para tratarle brevemente un asunto importante. Porfirio accedió y ni uno ni otro regresaron ya a la reunión, que así pudo avanzar en sus trabajos con la rapidez que anteriormente traía.
A la mañana siguiente Porfirio me llamó muy mortificado por no haber regresado a la reunión y haberme dejado solo. En desagravio, según dijo, me hizo una invitación a comer, que desde luego acepté.
Fuimos a un restorán ubicado, según recuerdo, sobre una pequeña colina desde la cual se tenía una vista espléndida de Bruselas. La comida, deliciosa. Y la sobremesa, como de cinco horas, más deliciosa aún, de lujo, inolvidable aquella conversación con Muñoz Ledo. Que el pasado domingo se fue, ahora que como nunca antes la patria más lo necesita.