Los requisitos para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia, señalados en el artículo 95 de la Constitución (ser mexicano por nacimiento, tener cuando menos treinta y cinco años y título de licenciado en derecho con antigüedad mínima de diez años, gozar de buena reputación y no haber sido condenado por delito que amerite pena corporal de más de un año de prisión, haber residido en el país durante los dos años anteriores y no haber sido secretario de Estado, Fiscal General de la República, senador, diputado federal o gobernador durante el año previo al de su nombramiento), pueden ser fácilmente cubiertos quizá por más de 100 mil mexicanos.
¿Por qué entonces proponer para el cargo que ha dejado vacante Arturo Zaldívar a tres mujeres que, hasta donde se sabe, ninguna de ellas contribuirá a mejorar el prestigio de la Corte, sino más bien le causará deterioro y provocará que la sociedad desconfíe de la correcta y justa aplicación del derecho?
¿Qué no habrá por ahí, en ese enorme contingente de abogados, al menos tres que reúnan no sólo los requisitos mínimos, sino las más altas y probadas calificaciones en cuanto a preparación, experiencia, probidad e independencia?
El proceso relativo al nombramiento de ministros de la Corte, según dispone el artículo 96 de la Carta Magna, comprende los pasos siguientes: propuesta de una terna al Senado por el presidente de la República; comparecencia ante la Cámara alta de las personas nominadas y luego votación, que deberá ser, para que alguno de los tres propuestos resulte designado, quien obtenga la aprobación de las dos terceras partes de los senadores presentes. Todo ello dentro del improrrogable plazo de 30 días.
Si en el término que se menciona el Senado, por omisión, no resuelve, entonces el presidente designará a alguna de las tres personas propuestas por él. Y si el Senado rechaza a los tres, el Ejecutivo presentará otra terna y si de nueva cuenta el Senado los rechaza, el presidente de la República nombrará a alguno de los incluidos en la segunda terna.
Claramente se advierte que el procedimiento adolece de dos fallas, una de las cuales incluso se convierte en incentivo perverso. La primera consiste en el tiempo de que dispone el Senado para aprobar el nombramiento, y la otra en la forma prevista para presentar las ternas, a cargo del Ejecutivo.
Aunque no hay diseño institucional perfecto, y menos cuando con absoluta falta de escrúpulos y ausencia total de ética el diseño se pervierte, vale la pena proponerle cambios para mejorarlo. Van en torno al punto algunas ideas:
Lo conveniente es modificar el plazo de que dispone el Senado para resolver, pues resulta obvio que el término de 30 días tiene el claro propósito de apresurar las cosas en favor de la opacidad y para evitar un amplio escrutinio público del proceso de selección de los ministros.
El Senado de EU no tiene plazo determinado para resolver sobre las propuestas, que también le hace el presidente de ese país. Aunque a veces decide en plazos relativamente cortos, el promedio de tiempo que históricamente le toma es de alrededor de dos años. En México podría establecerse que el Senado no decida antes de cuatro ni en más de seis meses. Habría así tiempo más que razonable para realizar un amplio análisis tanto por el Senado como por la sociedad de las personas propuestas.
Por cuanto hace al número de personas propuestas, tal vez sea mejor que no sea en ternas sino de una sola persona, como en EU. Si el Senado explícitamente rechaza la propuesta, el ejercicio se repite en los mismos términos para una segunda ocasión. Si ésta corre la misma suerte, la siguiente propuesta —aunque por conducto del presidente— correrá a cargo del colegio o asociación nacional de profesionales del derecho de mayor antigüedad, la que para su aprobación sólo requerirá de mayoría absoluta —no calificada— de los senadores presentes. Esta modalidad obligará al presidente a que sus propuestas sean de juristas de gran prestigio, preparación y experiencia.
Cabe aclarar que la última opción, arriba planteada, corresponde a una variante de las formuladas por el eminente constitucionalista Felipe Tena Ramírez, ya fallecido —quien por cierto fue ministro de la Corte— en su magna obra Derecho Constitucional Mexicano, pág. 793.