Juan Antonio Garcia Villa

Democracia que dinamita la democracia

Cuando se transita de un régimen autoritario hacia la democracia, sea de manera pacífica o violenta, las expectativas de la sociedad suelen ser muy altas.

En su célebre obra Teoría de la democracia, del no menos célebre politólogo italiano Giovanni Sartori, ya fallecido, éste afirma que a lo largo de la historia la democracia registra sonados fracasos. Dice que las consecuencias de éstos han sido memorables, es decir, que tardaron tiempo en ser olvidados, por el gran desprestigio en el que aquélla cayó. ¿Cómo es que pudo ser esto? Nada extraño sería que regímenes autoritarios o peor aún dictatoriales, luego de caer, sean superodiados por la población que los ha padecido e incluso por su siguiente generación, cuando menos. Pero, ¿la democracia?

Parece lo anterior algo verdaderamente inexplicable. Conocemos la broma de Churchill, según la cual la democracia no es una buena forma de gobierno, “con excepción de todas las demás”. Bromas aparte, ¿por qué fracasan las democracias? ¿Cuál es la razón de que produzcan desencanto? He aquí una gran pregunta.

Entre otras causas, porque cuando se transita de un régimen autoritario hacia la democracia, bien sea de manera pacífica o aún violenta, las expectativas de la sociedad suelen ser muy altas. El ciudadano común, que para este efecto somos todos, considera que dejadas atrás las prácticas antidemocráticas, sin tomar en cuenta que no son fáciles de erradicar, cree que de inmediato y de manera automática, casi mágica, se inicia un periodo de generalizada prosperidad. Y además en el cortísimo plazo.

En el terreno social, obviamente, las cosas no funcionan así. Entre otras razones, porque suele ocurrir que el mismo ciudadano ordinario cree que con el solo logro de la alternancia, apenas un paso, importante sin duda, pero finalmente solo un paso, agotó ya su responsabilidad y su participación y después únicamente le corresponde exigir.

La democracia, sin embargo, se construye de manera lenta. Es duro reconocerlo, pero así es. Requiere la creación de una serie de instituciones que no existían o cuyo funcionamiento —lo que es peor— se simulaba. Entre otras, las que garantizan la transparencia en los asuntos públicos, la verdadera rendición de cuentas y la debida fiscalización de éstas, el eficaz combate a la corrupción, la vigencia del Estado de derecho, el funcionamiento de los frenos y contrapesos constitucionales en el ejercicio del Poder, la terminación de la impunidad, la descentralización del gobierno, la independencia de los poderes, la autonomía de los órganos electorales, la defensa y promoción de los derechos humanos, etcétera.

En nuestro país, el proceso de transición del sistema hegemónico de partido oficial hacia un régimen democrático, ocurrido hace cinco lustros, alcanzó la etapa conocida como alternancia. Pero el proceso prácticamente se detuvo, de manera que la transición jamás se consolidó. Ahora vemos sus consecuencias.

No se consolidó porque el ciudadano común consideró que su papel había concluido y en lo sucesivo solo consistiría en exigir resultados, casi milagrosos. En tanto, los adversarios de la democracia capitalizaron las bondades de ésta para llegar al poder, con un discurso efectista, que ahora llaman narrativa, y dinamitaron las instituciones democráticas arriba enunciadas, que es lo que a la vista de todos ha venido ocurriendo.

Que lo arriba señalado corresponde a una hipótesis, es verdad. Pero se confirma con solo ver que los personeros del antiguo sistema hegemónico son los rostros, en gran número, de los que ahora han dinamitado las instituciones que garantizan la vigencia de la democracia. Por cierto, y por fortuna, no se ven ahí, entre el grupo depredador, verdaderos demócratas de izquierda, como Roger Bartra, José Woldenberg, Jorge Alcocer, Mauricio Merino, Leonardo Valdés, Lorenzo Córdova, Agustín Basave, entre otros muchos.

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