En su célebre Teoría de la Democracia, el renombrado politólogo Giovanni Sartori menciona algo sorprendente: que, a lo largo de su historia de veinticinco siglos, la democracia registra etapas en las que cayó en descrédito, a veces en franco desprestigio. No lo dice expresamente Sartori, pero desde siempre se ha sostenido, por ejemplo, que la democracia degenera en demagogia, es decir, en un modelo inferior.
Sin duda, uno de esos periodos de decadencia democrática fue el comprendido entre los años veinte e inicio de los cincuenta del siglo pasado. Lo demuestra el auge registrado durante esas décadas por el nazismo, el fascismo, el socialismo, el comunismo, el falangismo y otras corrientes políticas que tenían en común su clara posición contraria a las instituciones democráticas (Estado de derecho, elecciones libres, respeto efectivo a los derechos humanos, entre otras). La impresión que se tiene es que aquellas corrientes políticas no combatían expresamente a la democracia. Sencillamente la ignoraban.
Ahora las cosas han cambiado. La visión autoritaria –y aún totalitaria– de la vida en sociedad, no solo no combate ni ignora a la posición o doctrina democrática (cualquiera que sea su definición), sino que dicha visión se asume como si fuera democrática. En otras palabras, hoy todo el mundo se proclama demócrata. Aunque en la práctica muchos en realidad no lo sean, y bien lo saben, pues no ignoran que es políticamente incorrecto –como ahora se dice– presentarse como antidemócratas.
Sin embargo, hoy prevalece un generalizado desencanto democrático, particularmente en sociedades que han transitado de un régimen autoritario a otro con aspiraciones democráticas. La insatisfacción proviene del hecho de que se creyó que bastaba con adoptar ciertas formas democráticas, principalmente en materia de representación política, para que en automático se lograran altos índices de crecimiento económico y generalizada prosperidad. Cuando esto no se logra de inmediato, se produce entonces el desencanto democrático.
No se cae en la cuenta de que la instauración y vigencia de las instituciones de corte democrático son condición necesaria, pero nunca suficiente, para que todos accedan a altos niveles de bienestar en los diversos órdenes de la vida en sociedad. La democracia no es una panacea.
¿A qué viene lo anterior? A que en México todos los partidos se dicen democráticos y aún presumen serlo. Pero su realidad es otra. Va un ejemplo: La Ley General de Partidos Políticos ordena, en el numeral 1 de su artículo 39, que los estatutos de aquéllos establecerán “las normas y procedimientos democráticos para la integración y renovación de sus órganos internos”. ¿Y en realidad así funcionan?
Todo el mundo sabe que no. Un partido, el oficial, nombra a sus dirigentes por tómbolas o bien por el método digital, es decir, por dedazo del tlatoani hora avecindado en Palenque, y ratificado tal dedazo por un llamado Consejo Nacional que mediante conmovedora unanimidad ratifica lo ordenado por el caudillo. Algunos partidos siguen el modelo de pequeñas cúpulas que son las que toman las decisiones, que luego camarillas más amplias confirman. De otros partidos ni siquiera se sabe bien a bien cómo le hacen, pero métodos democráticos sencillamente no aplican, ni siquiera los conocen.
Ah, pero la segunda fuerza política del país que aplica un método indiscutiblemente democrático (con sus deficiencias, fallas e irregularidades, ciertamente criticables) con la participación de decenas de miles de sus militantes, y es olímpicamente ignorada u objeto de fuerte crítica por haberse registrado, concretamente el pasado domingo, un alto porcentaje de abstencionismo en su proceso interno. Ven la paja en el ojo del que hace esfuerzos por ser democrático, y no la viga en el ojo de los demás, que abiertamente falsean o se burlan de las formas democráticas.