En política, como en las cosas intensas de la vida, resulta difícil mantener las palabras que uno dice en determinada circunstancia. Las palabras nos persiguen de manera incansable. Las que decimos para comprometernos a algo, las que escribimos prometiendo, las que decimos en público para subrayar lo que hacemos o lo que dejaremos de hacer y, por supuesto, aquellas con las que señalamos y culpabilizamos a determinadas personas de faltas concretas.
Desdecirse cuesta trabajo, sobre todo cuando se tienen ciertos escrúpulos. Hay quienes no tienen ningún escrúpulo y llegan a sorprender a muchos por su desfachatez, por el alarde de cinismo que se requiere para hacerlo. En la política abundan personajes de esa catadura. Para coraje de muchos, no les pasa nada, absolutamente nada. No pagan ningún costo especial por decir una cosa y desdecirse días después. Así es la política: te toca tragar sapos, pero también tratar de torcer lo que pasa a conveniencia.
Sin embargo, hay ciertos momentos en los que uno ve cómo quien se desdice pasa por momentos amargos, que en realidad le cuesta trabajo decirlo. Quizás eso obedezca a que tiene alguna especie de escrúpulo escondido. No otra cosa sucede cuando uno ve a López Obrador defender denodadamente al Ejército de alguna tropelía. Y llama la atención que lo haga porque se dedicó décadas a decir barbaridad y media de las Fuerzas Armadas. No los bajaba de ser perpetradores de masacres, básicamente asesinos con uniforme camuflado, exaltadores de la violencia, matones disciplinados, causantes de las peores tragedias por las que atravesaba el país en los últimos años, una institución sin decoro entregada al fratricidio.
Se entiende que no es lo mismo ser presidente de un país que un merolico en campaña. Se adquieren responsabilidades mayúsculas y en muchos aspectos se tiene que desdecir de lo dicho. Particularmente la izquierda encabezada por López Obrador fue muy virulenta con el sector militar, iba sin dificultad del insulto al desprecio para referirse a ellos. Ahora se desgañita en la defensa de esas instituciones. Ya comentamos en este espacio el papel tan triste que ha desempeñado Alejandro Encinas en ese aspecto. De un servilismo notable para alguien que se siente “heredero del 68″.
El asunto con López Obrador tiene que ver también con lo único que le ha funcionado en su gobierno, que son los militares. La emprendió contra la burocracia alta y media del gobierno, desmantelando de esa manera algo que funcionaba bien y llegó a imponer una horda movida por la ignorancia y el afán de venganza. El resultado es un gobierno que no funciona. Lo mismo con sus nombramientos en el gabinete. A nadie ha permitido figurar, los mantiene al margen de sus mañaneras, son personajes de una mediocridad pavorosa, temerosos de la luz pública y de alejarse del manto de su líder.
Si algo caracteriza a la mayoría de los colaboradores del Presidente es la ineptitud, por eso él ha terminado refugiado en un cuartel pidiendo favores al Ejército a cambio de presupuesto a manos llenas y de entregarles la administración pública en cuestiones que van desde administrar aeropuertos y aduanas o construir carreteras y repartir libros de texto. Caras, muy caras han salido las palabras que sobre el Ejército se ha tenido que tragar el Presidente: les acabó dando todo.