Internacionalista de la Universidad Iberoamericana

Paro de mujeres (8M)

Sin exagerar, hoy no asistimos a la nostalgia de una soledad masculina, sino al nuevo parto que redefinirá lo que Juan Jacobo Rousseau llamó el Contrato Social.

Amanecieron las calles casi huérfanas. Veo el primer kiosko de la prensa y me saluda un infante, quizá no más de 10 años y me dice; mi papá viene con más periódicos, me dejó encargado, ¿cuál quiere? En tiempos digitales me nació la convicción de que comprar un periódico impreso es apoyar la causa de periodistas libres y adquirirlo en un clásico puesto callejero, no en una tienda de tecolotes o franquicia de paso, era una épica social. Doy los 20 pesos y sigo la marcha. El andén está desnudo, sólo unos cuantos hombres de edades de variopinta aparecemos casi autómatas. En la línea rosa de abordaje sólo viven suspiros eternos, no de fantasmas en guardia, sino de sonrisas encorchetadas por el viento que hoy es un nudo sin dirección. Anda el Metrobús por esa arteria urbana, la más larga, casi infinita y lejana que juega a ser perpetua. Pasamos parques, tiendas, escuelas, oficinas burocráticas, bancos con miradas de medusa que petrifican a sus clientes y la ciudad no respira ni da el soplo de viento libre para que los volcanes sigan siendo la misma escolta que supieron admirar los abuelos de nuestros abuelos, los bisabuelos de nuestros bisabuelos, nuestros ancestros. En el gran hall de un edificio corporativo la sequedad es total, pareciera que una unidad militar hiciera el favor de resguardar las instalaciones, que por terminar la semana, corbata y saco es uniforme obligado. Ya cada quién hará lo que pueda para la percha y no ser catalogado por los niños como el célebre ‘Godinez’.

Percibir es como quedarse con el prefacio de un libro, ahondar en el recorrido de las letras y llegar al epílogo, es descubrir otra parte del mundo o crear uno alternativo. El día de hoy hasta el cincelazo de los obreros y albañiles de altura, criaturas de un cuadro de los andamios de los constructores del pintor Fernand Léger, tiene un eco en soledad. Llega la hora de la comida para los hombres de la construcción, que también es la de la comunión, entre todos ‘los de la obra’, sin importar grado y experiencia. Latas de sardinas, bolillos y frijoles de empaque circulan. Las salsas, las que quedaron del domingo. Un silencio se hace y se disfruta lo que hay con una melancolía que circula entre el corazón y el estómago, entre la soledad y descubrirse por uno mismo en la cocina y el improvisado sartén que recibe la cal para las tortillas. Los guisos de madrugada siguen impregnados por la mano amorosa de la esposa.

La avenida, las calles que la rodean, los callejones donde se esconde el azar, las glorietas, los patios de las plazas que se comió la urbe de concreto, los largos pasillos de las grandes universidades, instituciones de gobierno, corporativos y centros de convenciones, las salidas escolares, los mercados sobre ruedas o los supermercados de cadena, los cafés, los restaurantes de todos los bolsillos y los que sin alma son sólo presuntuosos, las alamedas y hasta los construcciones que, sin importar dioses, apuntan a su creador, hoy están en algo más que en orfandad. El desierto enclavado en el corazón es poco decir. Los cobaltos, pesados grises y sepias de larga data, es la vista a todo el paisaje impregnado por las fumarolas del volcán. La mirada que cada hombre tiene hoy es nostalgia. ¿Dónde están las mujeres que conforman la nación, esta patria, que como remarcaba Borges, somos todos? Su trinchera es invisible, pero se siente hasta la médula y la sangre que ebulle como volcán, en su ser también la sentimos los hombres, los que no hemos podido combatir cada agravio a cada mujer sin importar su origen. Cada vez que ultrajan a una mujer, matan el latido de todos. El agravio no se quita con una disculpa ni el bálsamo del tiempo, por más que este sea el gran vengador de injusticias, como escribió el poeta del puerto, Salvador Díaz Mirón.

El miedo aparenta triunfar, pero no es así, el paro de las mujeres es un grito permanente al respeto sin distinción, además de saber poner el tapete rojo en cada uno de sus pasos cuando contribuyen a edificar el bien de todos y para todos. No hablo del tapete rojo del protocolo, pesada alfombra enrollada de ocasión, sino en la obligación sagrada del respeto, de saber escuchar, de no poner traba al engranaje del escalafón del esfuerzo del mérito y la dedicación. Hoy las mujeres no desaparecieron ni se convirtieron en fantasmas. No tramaron desde el soliloquio de la facción oscura, como muchos dicen sin razón y con la mente en el siglo XIX. Nos hicieron saber que su valía es tan única como su presencia siempre solar, mágica y de un compañerismo único.

Sí, el relámpago de la maldad no tiene distingo en hombre o mujer, con la ausencia de hoy de las mujeres citadinas libres, valoramos que el paso al porvenir es obra conjunta y acto de justicia en el quehacer cotidiano. No bastará la ley para dar miedo a la cobardía de asesinar, violar y vejar a una mujer, si antes cada eslabón familiar y laboral, existe respeto e inclusión. A la mujer desaparecida, un vacío enfanga a la tristeza para todos y no nada más para sus seres queridos. Como de vez en vez en el reloj de la historia hoy se vuelve a abrir una oportunidad para rehacer las libertades de Amartya Sen, que es saber crear equidad para todos, ese faltante a nuestra democracia herida que no es nada más, urna y cuota, discurso de sopa de letras al vacío y neblina venturosa de la demagogia que a todos nos lleva al precipicio.

Todos los hombres de buena lid, hoy fuimos como “Los hombres del alba” que escribió Efraín Huerta. Si el poeta acarició el blanco de su cuaderno para apuntar que “los hombres nunca saben cuánta dulzura y cuánto quebradizo silencio hay en una palabra”, hoy fueron dos palabras que llenaron la vibra de nuestra existencia y formación en la que nadie se debe por sí solo: mujer libre.

Hace tiempo, muchas décadas no alcanzamos a ser una épica que envuelva a la nación, a todos. La épica más cotidiana, más honda y que teje el músculo democrático y no la grasa asesina, la más inmediata que podemos hacer, es la lucha por combatir cada cobarde feminicidio o violencia de palabra y golpe a cada mujer. No podemos seguir siendo un archipiélago disperso, a menos, que el océano de esa gesta cotidiana nos envuelva con su brisa, que nos comunique, que nos haga ser actores del destino colectivo.

Sin exagerar, hoy no asistimos a la nostalgia de una soledad masculina, sino al nuevo parto que redefinirá lo que Juan Jacobo Rousseau llamó el Contrato Social, misión de hombres y mujeres libres.

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