Con material de Ricardo López Göttig.
La sorpresa del fin de semana ha sido la del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Arabia Saudí y la República Islámica de Irán, con la mediación de la República Popular China, interrumpidas desde 2016. En rigor, ambos países del Golfo Pérsico sostienen una larga rivalidad en la región desde hace varios decenios y se extiende a otros países, como la guerra del Yemen. Ambos regímenes, de marcado carácter religioso y con interpretaciones extremadamente estrictas de la interpretación islámica, mantienen una guerra fría por el liderazgo del mundo musulmán desde 1979.
En los años 1950s y 1960s, bajo el liderazgo de Nasser, el Egipto secular y socialista tuvo una guerra fría árabe frente a Arabia Saudí, monárquica y tradicional, con la pretensión de liderar al mundo árabe. Esto cambió con las sucesivas derrotas militares de Nasser y Sadat frente al Estado de Israel, los acuerdos de Camp David y la revolución islámica en Irán. El eje de los conflictos regionales dejó de ser el panarabismo, a ser quien lideraba el panislamismo entre dos modelos: la República Islámica de Irán o Arabia Saudí. En esos contextos, cada régimen político azuzó la causa antiisraelí como un modo de ganar adeptos en la región, tal como lo hicieron Nasser, Sadat en 1973, Saddam Hussein en 1990.
La guerra fría intraislámica, entre Arabia Saudí e Irán, se libra, por ejemplo, en Yemen y otros escenarios, sin combatir directamente entre ellos. El hecho más significativo del restablecimiento de las relaciones diplomáticas es la mediación de la República Popular China, un actor con aspiraciones globales que tiene el peso económico, militar y diplomático para acrecentar su presencia, en detrimento de la posición de los Estados Unidos. El cénit de la influencia de los Estados Unidos en Medio Oriente se alcanzó en la primera guerra del Golfo, de 1990-1991, cuando gracias a las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, logró formar una amplísima coalición internacional militar para expulsar a las tropas iraquíes de Kuwait.
Bajo el liderazgo de Xi Jinping, que está transitando su tercer periodo presidencial, la República Popular China sigue mostrando sus músculos para presentarse en una política de largo plazo como actor global. Tanto para los regímenes de Irán como el de Arabia Saudí, se trata de un interlocutor más cómodo que los Estados Unidos o los países de Europa, ya que el gobierno chino no plantea observaciones a las violaciones a los derechos humanos, no tiene rendición de cuentas en sus mecanismos institucionales ni es monitoreado por la opinión pública. Asimismo, al ser un sistema de partido único, las políticas son de largo plazo, sin los cambios o matices que se pueden ver en las democracias con la alternancia en el poder.
La República Popular China no es un actor nuevo en el tablero, pero mueve sus piezas de un modo sutil, sigiloso y firme.