Está tan presente la acusación continua por parte del presidente de México a los que él califica como “esfuerzos intervencionistas de Estados Unidos”, que cerramos los ojos ante el evidente y con frecuencia vergonzoso intervencionismo mexicano.
El más reciente y deplorable ejemplo es la actitud beligerante de López Obrador hacia la presidenta del Perú, Dina Boluarte.
A los ojos de AMLO –lo ha declarado con todas sus letras– se trata de una “usurpadora”. No la reconoce como la auténtica presidenta constitucional de ese país y, por ende, le dedica innumerables rosarios de epítetos, insultos y agravios. Desde títere hasta conspiradora, mostrando una clara actitud de “juez internacional” en torno al proceso político interno de ese país.
Plenamente fuera de lugar, un atropello al derecho internacional y una voz estridente que vocifera una serie de improperios en el concierto internacional.
¿A juicio de quién o bajo qué autoridad el presidente de México se considera calificado para reconocer o no a un líder de otro país, avalado por su Congreso y su sistema de justicia?
La inexistente diplomacia mexicana, archivada en un cajón o atropellada por la ideología militante rechaza todo principio de derecho internacional y se niega flagrantemente a entregar la presidencia de la Alianza del Pacífico a Perú. Hace cuatro meses que México debiera haber entregado dicha presidencia rotativa y honoraria al país andino, pero el temperamento personal de López Obrador interviene en la imagen, el prestigio y la reputación de México a nivel internacional.
Puede muy bien no estar de acuerdo con quien preside hoy al Perú; puede disgustarle el personaje y molestarse porque la izquierda de ese país perdió el control y acusó de corrupto al anterior presidente, el señor Pedro Castillo.
Pero le corresponde a Perú y a su sistema de justicia determinar si el anterior presidente es culpable o no de lo que se le acusa.
El presidente de México abre un flanco innecesario a la intervención extranjera en nuestro país. Así como AMLO se atreve a calificar y a determinar quién merece o no ostentar una jefatura de Estado extranjero, muy bien alguien –ya ha sucedido varias veces en Estados Unidos– puede venir a cuestionar si el actual gobierno mexicano es legítimo, si es defensor del derecho, si defiende y protege la libertad de expresión –a todas luces atropellada con el aparato propagandístico matutino– o si tiene vínculos con el narcotráfico.
Cualquiera podría decir que el gobierno de México viola la ley, atropella el derecho, pisotea a los migrantes sudamericanos y engaña a todos con la tonta y repetitiva cantaleta de “la soberanía”.
Bueno, pues Andrés Manuel López Obrador interviene y viola la soberanía del Perú al insultar a su presidenta, al agraviar a su jefa de Estado, al no otorgarle el reconocimiento que sus propias instituciones le han concedido, y peor aún, retiene la presidencia de un mecanismo global, multinacional, en contra de los estatutos y el derecho internacional.
Todo por capricho, por el berrinche ideológico.
México se distinguió alguna vez como un país de elevados perfiles diplomáticos, negociadores internacionales, estadistas que defendieron instituciones, mecanismos de paz y de diálogo regional y multinacional.
Hoy tenemos a un canciller beligerante que impulsa a nuestros cónsules, representantes de México –no de los funcionarios–, a lanzar una campaña en contra de los republicanos ¡en su propio territorio!
¿Quién es el verdadero intervencionista?
Cierto es que algunos políticos republicanos, como el impresentable y racista senador Kennedy, o el pretencioso gobernador Abbott, de Texas, han emitido juicios e impulsado acciones que lastiman a los connacionales y desprestigian a México.
Contra ellos, precisión, puntualidad y ¡diplomacia! Debe haber respuesta clara e indoblegable.
De ahí a lanzar campañas al interior de Estados Unidos resulta un grave sinsentido que sólo tensa la relación.
Ojalá y exista alguien que haga entrar en razón a López Obrador –improbable– para que entienda que la Alianza del Pacífico no es propiedad mexicana, que no la puede retener a capricho, y que hace un pobre favor a la reputación de México al comportarse como líder faccioso de un movimiento político regional que, por cierto, no existe.