Andrés Manuel López Obrador tiene programada una visita a la sede de la ONU el próximo 9 de noviembre, donde está previsto que dirija un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. Una foto que todo jefe de Estado quiere para su egoteca.
El tema anunciado para el discurso es la corrupción y, muy probablemente, los logros inigualables que su gobierno ha conseguido en la materia.
Lo cierto es que la sustancia misma del discurso descansa sobre un rosario de mentiras. La mentada y presumida lucha contra la corrupción de este gobierno es un mito, hilo discursivo recurrente en los eventos matutinos que, para desgracia de México, se concreta en uno o dos casos jurídicamente deficientes.
El día de ayer 3 noviembre fue la fecha en que se acabaron los privilegios para Emilio Lozoya. Las aplastantes fotografías de Lourdes Mendoza fueron determinantes para que la furia imperial cayera sobre Lozoya y su protector de mentiras, el fiscal Gertz Manero. No sólo fue citado físicamente a declarar, obligación que le habían perdonado por sus ‘muy valiosas’ aportaciones para inculpar a otros integrantes del anterior gabinete. Ayer día 3, se vencía el plazo para que presentara nuevas evidencias. Ya había solicitado una prórroga que adelantaba la carencia de dichas pruebas. Fue obligado a presentarse y ahí mismo, lo guardaron: prisión preventiva donde permanecerá hasta, por lo menos, 2024. Se acabó la fiesta de los restaurantes y la burla a la justicia, y con ello se derrumba en los hechos el caso estrella de combate a la corrupción en este sexenio. No hay nada, un caso vacío, hueco, que se desmorona por falta de pruebas. El exsenador Lavalle recibió sobornos enviados por el propio Lozoya –según sus declaraciones– y, ¿qué más? Hasta ahora nada.
El otro caso es el de Rosario Robles, detenida injustamente en la cárcel con una licencia falsa, la presunción de alto riesgo de fuga –que no se sostiene– y el empujón del juez sobrino de la señora Padierna. Ese es el emblemático caso de la ‘estafa maestra’. No hay más, no están las autoridades universitarias que recibieron recursos y luego entregaron a cambio de comisiones significativas, ni tampoco los célebres colaboradores de la señora Robles (Ramón Sosamontes y Emilio Zebadúa). Otro caso que se desmorona ante la ausencia de evidencias sólidas, expedientes vigorosos e investigaciones profesionales. ¿En qué trabajará la Fiscalía General de la República? Además, claro, de atender los asuntos familiares del señor Gertz.
Este gobierno, como todos los anteriores, no ha combatido la corrupción con seriedad institucional. Ha sido como todo en el sexenio: la perorata inacabable del presidente que no se traduce en acciones ni en políticas de gobierno. Su sola palabra empeñada para que nadie robe, ni pague comisiones, ni pida mordidas, ni otorgue contratos a familiares, se derrumba también desde su propia familia: hermanos, prima, etcétera.
Tal vez lo que desapareció, habría que comprobarlo con datos fehacientes –otra cosa que el presidente desprecia porque él lo sabe todo– fue la corrupción institucionalizada desde el gobierno federal y para abajo. Eso tal vez ya no suceda en la proporción del gobierno anterior, pero de que la corrupción sigue estando presente, es un hecho irrefutable.
¿A qué va López Obrador a la ONU? A dictar cátedra sobre un tema que le apasiona, pero que no practica. Un tema que lo persigue y fue ariete efectivo durante sus múltiples campañas, pero que no se traduce en política institucional de su gobierno.
Para los detractores: 83 por ciento de los contratos otorgados por esta administración –según el portal gubernamental de transparencia– se ha entregado por asignación directa, sin concurso ni licitación.
El presidente desestimó –entre sus muchos errores– instalar la Fiscalía Anticorrupción al principio de su sexenio, por considerarla muy cara. Pensó que con su sólo discurso y “barrer las escaleras de arriba para abajo” sería suficiente para terminar con un cáncer enquistado en todo nivel de gobierno. Tres años después, la historia le demuestra lo contrario: combatir la corrupción requiere de políticas claras, transparentes, descentralizadas –todo lo contrario a su gobierno– que puedan ser fiscalizadas desde distintos órganos y por diferentes actores; requiere de investigación y seguimiento puntual con penas y procesos ejecutados por ministerios públicos autónomos y por jueces especializados. Nada de eso existe en México, que por el contrario, pacta con criminales para el uso faccioso y político de la justicia.
Tamaño ridículo del caudillo presumiendo al mundo algo que en este país no existe.
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