El PRI supera ya los 90 años desde su fundación como instituto político. Partido, maquinaria electoral, formación de cuadros de gobierno, instrumento de paz negociada, mecanismo para la sucesión tranquila de grupos, equipos y generaciones políticas.
El PRI ha sido fuerza hegemónica, aplanadora legislativa, aparato de disciplina, fuerza corruptora, espejo de imagen y semejanza para fuerzas populistas en fase de aprendizaje.
Y tal vez, a la luz de sus últimos resultados en las urnas, de las derrotas inocultables y el pobre liderazgo que no aglutina ni unifica, ha llegado el momento de su reducción, dicen algunos, de su desaparición, dicen otros.
El PRI fue partido revolucionario, fue potencia obrera y campesina, fue el constructor del México moderno, el impulsor de las instituciones, el fundador de glorias del Estado mexicano: el IMSS, la CFE, Pemex y tantas otras más actuales, como el INE, la Comisión de Derechos Humanos –hoy casi inexistente–, el Banco de México independiente.
Fue el responsable de someter –en contra de la Constitución– a los dos poderes de contrapeso y equilibrio del Estado, el Judicial y el Legislativo, para después, ser también impulsor de su libertad plena y de su pluralidad.
El PRI ha avanzado y retrocedido, ha construido y derruido, pero hoy más que nunca, ha perdido el sentido, la brújula, el espíritu.
Fue semisocialista cuando la movilización de los sindicatos y los campesinos; fue centro izquierda cuando las grandes fuerzas democráticas de Latinoamérica, fue neoliberal cuando los cambios de las inversiones y los tratados comerciales apuntaban en esa dirección.
Pero sobre todo, fue el más refinado aparato de gobierno y control de grupos y corrientes, siempre al servicio del presidente en turno. Servía con eficiencia y disciplina al titular del Ejecutivo, para voltearse, reconventirse y casi reinventarse para servir al siguiente, a veces, hasta con principios e inclinaciones opuestas.
La “dictadura perfecta”, dijo con precisión Vargas Llosa en 1990.
Hoy el PRI no sabe qué es ni a dónde va, por eso pierde en todos los comicios.
Hay personajes claves de los últimos tiempos quienes cargarán con la deshonra y el descrédito de sepultar al histórico y camaleónico partido.
Proponemos a usted un primer borrador, aunque los nombres son muchos y cada uno ha contribuido al declive y el desprestigio del PRI.
Alejandro Moreno estará con letras doradas entre los sepultureros, por su evidente doble moral, por su negociación oscura con el poder y con ello abandonar una auténtica oposición, por resistirse a la extorsión con el engaño del México primero.
Alejandro Murat, Omar Fayad, gobernadoes protegidos y cobijados por el priismo –dizque renovador de Peña– se convirtieron en serviles peones del obradorismo.
Los Moreira, ambos, Rubén y Humberto, cada uno por sus propias culpas y responsabilidades, siempre buscando cómo acomodar sus intereses personales.
Miguel Ángel Osorio Chong, senador silente, inexistente, que ahora levanta la cabeza ante las vergonzosas derrotas, ¡en su propio estado! No hizo nada, no movilizó grupo alguno para impedir la derrota de su partido ni la deshonra del gobierno al que sirvió diligentemente. Algún día entregará cuentas a la historia.
Roberto Madrazo, Roberto Borge, Javier Duarte, César Duarte, Mario Marín, Tomás Yarrington, Ángel Aguirre, Arturo Montiel… sume usted. Haga su trivia y nombre, atrévase, a los 10 peores priistas de los últimos 20 años.
Otro de letras doradas será Enrique Peña Nieto, a quien la ambición, la vanidad, la frivolidad condujeron a desperdiciar la histórica oportunidad de regresar al poder 12 años después, para demostrar que el PRI había aprendido la lección y que podían hacer un mejor gobierno. Traicionaron al México que votó por otorgarles otro momento en la historia para corregir sus errores e impulsar a este país por la ruta del crecimiento y del desarrollo democrático, equitativo y justo.
La desgracia política que hoy vive México, el país pintado una vez más por una fuerza hegemónica antidemocrática, unidimensional, rebosante de complejos y nostalgias ideológicas, es herencia directa de las torpezas, los latrocinios y los acuerdos sucios del PRI con su último gobierno.
Ustedes tricolores, condenaron a México a esta debacle institucional, presupuestaria, educativa, sanitaria, de impunidad y de crimen desbordado.
El PRI es responsable de haber instalado en la cultura política mexicana, la aspiración generalizada por casi un siglo, de que el servicio público y el ejercicio de la política son sólo mecanismos para el enriquecimiento personal y de grupo.
Esa es tal vez su más dañina herencia en 90 años de presencia electoral y política.
¿Conoce usted a un priista que no sea rico? ¿A un priista que al paso de 20, 30 o más años de carrera no haya acumulado fortuna y patrimonio?
Hoy me encuentro a exgobernadores a quienes entrevisté hace décadas, resulta que son prósperos empresarios –la mayoría– administradores de sus ranchos, negocios y empresas. Empresas que nacieron ¿cómo, o de dónde?, me pregunto.
¿De dónde aprendieron los panistas a hacer negocios desde la política? ¿O los perredistas hoy todos morenistas? La nefasta cultura de corrupción institucionalizada que se instaló por décadas en el sistema político mexicano es herencia del PRI.
Tristemente, esa cultura no se la llevará a la tumba, ahora que preparan su entierro.