Nueva York.- Después de una jornada de sorpresas y confusiones, de votos cruzados y grupos demográficos que se dividen hasta puntos incomprensibles, la aplastante victoria republicana en las elecciones del pasado martes 5, deja una serie de mensajes que debemos procesar cuidadosamente.
Donald Trump venció en la contienda electoral, siendo un criminal convicto con cargos federales y con otros varios procesos (cuatro en su conjunto) detenidos o suspendidos por las implicaciones políticas de la campaña. Pero en los hechos, los ciudadanos estadounidenses eligieron a un delincuente.
Trump encarna una serie de antivalores hoy presentes en la sociedad estadounidense que muchos, me incluyo, nos resistimos a reconocer.
Un acendrado sentimiento antiinmigración, que rechaza, condena y fustiga a los cientos de miles de migrantes que buscan cada año entrar a este país para buscar una mejor oportunidad de vida. Existe un rechazo generalizado contra los migrantes, donde las voces extremas que los califican de criminales, asesinos y violadores –como el discurso trumpista– tienen gran penetración en el público norteamericano.
Un profundo, vergonzoso e inaceptable políticamente –por incorrecto– racismo en las raíces más internas de la identidad norteamericana. Ellos lo niegan, lo rechazan, pero es la realidad cotidiana.
A esto hay que sumar la distorsión absoluta de hispanos, asiáticos y otras minorías que, al inmigrar, adentrarse y trabajar esforzadamente en Estados Unidos, pretenden ser plenamente aceptados por la antigua mayoría blanca.
Ahí está el eje central de esta confrontación interna: las curvas demográficas demuestran que los blancos anglosajones, la mayoría del pasado y los ostentadores del poder y el control, ya no lo son más. Las minorías están en ascenso. Los hispanos, los asiáticos e incluso los afroamericanos que por décadas se han mantenido como un grupo medianamente segregado dentro de este país. Mucho les ha costado en luchas, vidas y batallas académicas y profesionales ser aceptados y medianamente reconocidos.
Pero esa clase blanca dominante va en descenso, según los datos demográficos. En 10 años habrá más hispanos, negros y asiáticos, y los blancos serán minoría.
Todo este movimiento conservador reforzado e inflamado desde el Tea Party a finales de los 90, o el MAGA de 2016 en adelante, obedecen a esa lógica de sobrevivencia de un statu quo dominante.
Como inevitablemente serán menos, lo que implicaría perder el control de estructuras, gobiernos, cortes federales y locales, el conservadurismo inflamado por las iglesias (evangélica, bautista, presbiteriana y otras), esa élite ha movido sus piezas en el sistema judicial y el gubernamental para conservar los hilos del control.
Trump es la expresión llana, simple, de hecho rupestre –es extremadamente primitivo comparado con políticos mucho más desarrollados y maduros como Clinton, Obama y el propio Bush– de esa dominancia blanca anglosajona.
Por ello resulta sorprendente analizar el voto de los grupos por segmento demográfico: el 54 por ciento de los hombres votaron por Trump y el 44 por ciento de las mujeres. Un elemento inocultable de machismo subyace en este voto. ¿Cómo apoyar a un hombre que ha sido tan claramente agresivo, insultante, degradante contra las mujeres? Tiene más de tres acusaciones judiciales por violencia, acoso e incluso una por violación sexual. Y las mujeres blancas (52 por ciento), hispanas (37 por ciento) y afroamericanas (solo 7 por ciento) votaron por él. Increíble.
Pero más aún. Los hombres hispanos le brindaron apoyo. No mayoritariamente, pero cerca de un 36 por ciento. Votaron por el candidato que quiere expulsar a indocumentados, perseguir a los estudiantes (DACA) sin papeles, cerrar las fronteras y separar familias (ya lo hizo en su primer gobierno en franca violación a los derechos humanos).
¿Qué lleva a un migrante a votar a favor de alguien que persigue y expulsa a los de su clase?
¿Bajo la idea incorrecta de que yo ya llegué ya soy de aquí, que no le abran la puerta a nadie más? Es aberrante. Persigan a los demás, pero no a mi familia.
Es equivalente a los colaboracionistas franceses durante la ocupación nazi.
La sociedad americana se encuentra profundamente dividida, confrontada, enojada.
La llegada de Barak Obama –opinan algunos académicos– desató esta ola brutal de conservadurismo religioso anglosajón, que exhibe las pulsiones más bajas en contra de las personas, los otros –inmigrantes, las minorías–, los ajenos, los extranjeros.
El proteccionismo comercial que vivirá este país se inscribe más en una corriente internacional de nacionalismos recuperados y populismos muy rentables electoralmente.
Vivimos tiempos oscuros, que parecen una regresión en la historia.
Ganan los malos, los que rompen la ley, los que atropellan los derechos, los que destruyen instituciones (vea el caso de México retratado).
Triunfan los que insultan, los que son agresivos, los que descalifican a sus oponentes, porque la vulgaridad de las redes sociales eleva la rentabilidad de la disonancia.
Gustan más los candidatos que se burlan y vociferan que los sensatos políticamente correctos del pasado.