Desde el otro lado

México y Estados Unidos: ¿hacia un poder sin límites?

Mientras en EU el afán de control aún enfrenta resistencias y existen actores con legitimidad y fuerza para detenerlo, en México emana de la Presidencia y no hay nada que lo contenga.

Este miércoles fuimos testigos de la aprobación sin concesiones de la reforma judicial por la mayoría morenista en el Senado. Ninguna razón o advertencia fue escuchada por el presidente Andrés Manuel López Obrador o la presidenta electa Claudia Sheinbaum. Mientras esto ocurría, del otro lado de la frontera, Kamala Harris y Donald Trump intercambiaban ataques en el primero —y probablemente único— debate presidencial. Para sorpresa de muchos, Harris le dio una buena sacudida al expresidente, con lo que se coloca un paso más cerca de la Casa Blanca.

Se trata, por supuesto, de sucesos inconexos, pero que vale la pena analizar en conjunto, ya que, al final de cuentas, en ambos países lo que está sobre la mesa es un cambio de régimen. En México, ese ha sido el proyecto del presidente desde que asumió el poder. No le gustan los contrapesos, ni concede legitimidad a la protección de los derechos de las minorías, ni reconoce la pluralidad de intereses que convergen en el pueblo. Por eso, a lo largo del sexenio, fue debilitando y cancelando muchas de las instituciones de nuestra ya de por sí frágil democracia. Piensa en la centralización del poder en la Presidencia y la hegemonía de un partido oficial. La aprobación en el Senado de la reforma al Poder Judicial es un salto cuántico en esa dirección.

Aunque con diferencias importantes, Trump también comparte la idea de que su poder no debe estar sujeto a controles o contrapesos. Ha manifestado reiteradamente su interés en expandir los poderes de la presidencia, y se sabe que sus asesores han elaborado propuestas para reducir la capacidad de supervisión desde el Legislativo y para ampliar las facultades del Ejecutivo. Además, Trump ha mostrado interés en reinterpretar o ignorar los límites constitucionales al Poder Ejecutivo, y ha amenazado con perseguir a sus opositores y purgar la burocracia para colocar solo a leales. Planteamientos diferentes a los del presidente López Obrador, pero que apuntan en la misma dirección.

Pero lo que hace que ambas situaciones sean muy distintas es que, mientras en Estados Unidos el afán de control aún enfrenta resistencias y existen actores con legitimidad y fuerza para detenerlo, como lo demostró Harris en el debate, en México emana de la Presidencia y no hay nada que lo contenga. El oficialismo tenía todos los elementos para aprobar la reforma de manera pausada, sin dar la impresión de actuar por capricho, sin aplastar ni intimidar, mostrando apertura y disposición a escuchar. Sin embargo, quizás el objetivo era precisamente lo contrario: arrollar a la oposición, dejando claro que, en el nuevo régimen, el poder presidencial no tiene límites.

El presidente no oculta su desprecio hacia la oposición. Además, en estos años la nueva élite gobernante ha despojado de legitimidad a las voces críticas provenientes de la intelectualidad, el periodismo y la academia. Así, ni la oposición ni estas voces, que antes actuaban como freno a los excesos del oficialismo, ofrecen hoy ese muro de contención. Ni siquiera la ley, que tras la reforma judicial ha quedado sujeta a las interpretaciones que el gobierno en turno decida hacer. Por ahora, la única contención posible a los excesos del poder tendría que provenir del poder mismo, es decir, de la presidenta Sheinbaum; pero, claro está, eso dependerá del tipo de gobierno que ella haga.

En México no hay una sola voz que se le plante al presidente con la fuerza con la que Harris se enfrentó a Trump. La fuerza, inteligencia y sagacidad con las que Harris defendió su posición, atacó a Trump y expuso los riesgos que representa no tienen ni remotamente un paralelo en la oposición de nuestro país. Basta con recordar lo difícil que les fue encontrar candidatos presidenciales y el desastroso resultado electoral que obtuvieron. Aunque Xóchitl Gálvez fue probablemente la mejor candidata que pudieron postular, en ninguno de los debates mostró, ni de lejos, la contundencia de Harris. En parte por sus propias limitaciones, pero también por el descrédito de los partidos que representó.

Aunque es imposible saber si Harris ganará las elecciones, me parece que ese escenario cobra cada vez más fuerza. Si eso ocurre, Trump alegará fraude y no se descarta una reacción violenta de sus seguidores. Aun así, sería su fin, y si la derrota es contundente, podría comenzar una recomposición del Partido Republicano. Si, en cambio, Trump gana, pese al impulso de Harris, tratará de concentrar todo el poder en sus manos. Sin embargo, la solidez de la democracia en Estados Unidos, junto con la fortaleza del Partido Demócrata, los medios, los intereses económicos y las organizaciones sociales, le complicarían los planes mucho más de lo que hemos visto en México, donde el presidente y su sucesora tienen el camino prácticamente despejado. La fragilidad de nuestras instituciones y la debilidad de los opositores nos dejan mucho más expuestos.

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