Andrés Manuel López Obrador es un hombre de poder. ¿Quién manda aquí? fue el libro que, de manera deliberada, dejó ver en el video que subió a sus redes sociales cuando anunció la cancelación del aeropuerto de Texcoco. Desde ese momento hasta ahora, ha buscado por todos los medios dejar en claro que quien manda es él.
No sorprende, por ello, que el sexenio esté concluyendo con múltiples exhibiciones del poderío del presidente: viaja por todo el país, impone tiempos y formas en un Congreso que, complaciente, se apresura a aprobar sus reformas, abre y cierra espacios para su sucesora y deja sus huellas en la integración del próximo gabinete presidencial y en la definición de puestos clave en Morena, por mencionar algunas de sus acciones.
Es cierto que López Obrador disfruta del contacto con la gente y de saberse popular. También es innegable que le encantaría ser recordado como un prócer de la patria. Pero, a la par de todo ello, al presidente lo impulsa el ejercicio mismo del poder: hacer lo que quiere, como quiere, y sin que nadie lo detenga. Quiere todo el poder, todo el tiempo. Por eso, tanto coraje le provocó la ‘osadía’ de los jueces al frenar algunos de sus proyectos, como satisfacción le dio tener al Congreso a su disposición.
Tan es así que uno de los temas en discusión ahora es si, una vez que deje la Presidencia, López Obrador permitirá que Claudia Sheinbaum gobierne con autonomía o, por el contrario, se aferrará al poder e intentará seguir influyendo en su gobierno. Hasta antes de que anunciara su paquete de reformas constitucionales el pasado 5 de febrero, yo creía que dejaría espacio a su sucesora, siempre y cuando fuera Sheinbaum. Sin embargo, desde entonces, y especialmente después de las elecciones, todas las señales indican que no tiene intención de desaparecer de la escena pública.
En el pasado Sheinbaum ha ajustado su rumbo cada vez que el presidente se lo ha indicado. Basta recordar cómo se alineó con él tras el ‘descalabro’ en las elecciones intermedias de la Ciudad de México. De manera similar, atendió su reclamo después del primer debate presidencial y salió con todo a defender los logros de su gobierno en los debates posteriores. Algo parecido ocurrió con el inesperado anuncio, tras las elecciones, de que la reforma judicial avanzaría a toda velocidad. Al principio, Sheinbaum intentó calmar a los inversionistas, pero después de una visita a Palacio Nacional, adoptó la postura intransigente del presidente.
Aunque en una semana López Obrador ya no será presidente, seguirá manteniendo el liderazgo indiscutible sobre Morena y sus cuadros. Por ello, es probable que, en lugar de desafiarlo, la presidenta prefiera apoyarse en él, al menos por ahora. Como señala Carlos Bravo Regidor (El Heraldo, 24 de septiembre), la hipótesis del Maximato en este 2024 parte de la premisa de que Sheinbaum no quiera entrometido a López Obrador, cuando quizás la realidad sea que Sheinbaum lo necesite para gobernar.
Sea por conveniencia o necesidad, parece probable que la presidenta no solo no rompa con su mentor, sino que siga puntualmente todos los pendientes que él le ha dejado. Esto se hará más evidente en las próximas semanas, cuando se conozcan las leyes secundarias de las reformas constitucionales aprobadas y se sepa si el resto de estas reformas continúa avanzando de manera acelerada y sin cambios. Si no hay matices y la aplanadora de Morena sigue su curso para aprobar las reformas restantes, sabremos que Sheinbaum continuará alineada con López Obrador.
El problema es que estamos hablando del López Obrador de fin de sexenio, en su versión más belicosa y radical, dispuesto a comprometer la estabilidad financiera y el desarrollo del país con tal de consolidar su liderazgo dentro de su movimiento y construir un régimen político a su medida. Prueba de ello es que cerrará el año con un déficit fiscal del 6 por ciento del PIB y con una reforma judicial aprobada a pesar de todas las advertencias de analistas, agencias calificadoras e inversionistas nacionales e internacionales.
Con la cancelación del aeropuerto, López Obrador dejaba claro que pondría la política y el poder por encima de la economía. El manotazo con el que ahora concluye su gobierno manda la misma señal, pero las circunstancias han cambiado y las consecuencias sobre la inversión y el crecimiento económico podrían ser mucho más graves. López Obrador parece no verlo así, o está dispuesto a asumir ese costo con tal de ampliar su poder y consolidar el nuevo régimen de la 4T. Si en las primeras semanas del sexenio de Sheinbaum no hay señales en una dirección distinta, sabremos que esa también es su apuesta: el poder por encima de la economía. El problema es que, al hacerlo, podría estar fortaleciendo no su propio poder, sino el de López Obrador.